También eran alucinantes las caras que ponía Béla Lugosi en las películas de Drácula. Pero, a mí, entre toda aquella imaginería, lo que más me llamaba la atención eran los zapatos del monstruo Frankenstein. Con decir que llevo un modelo "paredes" muy parecido a aquéllos, es suficiente. Grandes, sin tacón, con una gran suela y con un diseño para el que el creador- tanto el de los míos como el de los del personaje de ficción-, se debió de inspirar en una barca. Cada vez que los miro me vuelven los tiempos del monstruo de los tornillos y mi infancia en aquel cine de pueblo; poblado también de pectorales de chicas al viento que no dejaban nada a la imaginación. Pero lo que más me sorprende es que no me partiera de la risa con aquellas películas de pseudoterror. Y es que aunque se notara mucho el cartón- piedra, uno, ante aquellas estrechas circunstancias de la vida, era muy proclive a dejarse engañar.
Ahora juego a ser yo Frankenstein, caminando como el monstruo con el calzado ad hoc que refiero. A tal fin me proveo de unos pantalones pitillo que resaltan el zapatón.
El otro día me lo dijo alguien por la calle.
- Pareces Frankenstein con esos zapatos.
- Pues yo no te digo a ti lo que pareces con esa cara- replico.
Cosas amistosas, en fin.
Pero el caso es que los llevamos medio pueblo. Cada vez que se los veo a otro me acuerdo del personaje cinematográfico. Y me pasa frecuentemente, pues dan mucho juego para la obra y el campo. Es un calzado recio con una suela gruesa y resistente.

- A comprarle a mi marido unos "frankenstein"- dicen las mujeres.

Y es que los he puesto de moda. Los dan en marrón y en cárdeno. Valen dieciocho euros y duran hasta que te aburres y los cambias por otros, y encima llamas la atención por el pueblo y asuntas un poco a los niños. Por ese precio no se puede pedir más.