Terminada la cena en el restaurante y mientras bebíamos una de tantas copas, Santa María me miraba entre curiosa y extrañada; seguramente intuía que aquella noche, estaba dispuesto a arriesgarlo todo y a confesarle que la amaba. Esperé el momento más oportuno y dije:
- Te amo, Santa María.
La sonrisa en su rostro me animó a seguir.
- Desde que te conocí, poco a poco he comprendido que eres la mujer de mi vida.
Mis palabras eran sinceras.
Ella no dijo nada. Con la sonrisa aún en los labios se acercó a través de la mesa y me dijo:
- Bésame.
No tuvo necesidad de repetirlo. Tomé entre mis manos su bello rostro y la besé profundamente en los labios. El sabor a vino de nuestras bocas, se mezcló con el aliento y la saliva en aquel beso largo y voluptuoso que nos dimos. Ella parecía encantada y algo borracha. Yo no cabía en mí de felicidad y también me sentía algo mareado.
Poco después salimos de aquel lugar y al subir al auto, nos besamos con fruición.
- Te amo y te deseo, Santa María.
- Yo también-, dijo.
Conduje con rapidez hasta su departamento. Subimos las escaleras hasta el tercer piso, entre risas y arrumacos; nuestros cuerpos eran dos torbellinos de besos, caricias y deseo, que necesitaban ser liberados de inmediato. Abrió la puerta con torpeza y nos precipitamos al interior buscando librarnos lo más pronto posible de la ropa. No alcanzamos a llegar a la alcoba, la alfombra de la sala era un buen lugar para amarnos, para encontrar nuestros cuerpos ardientes y fundirlos en uno solo. Desnudos y liberados de ropa y prejuicios, murmuré:
- Te haré el amor una y mil veces Santa María, hasta que no puedas más y te sientas llena de mis besos y mi sexo.
- Soy toda tuya, haz conmigo lo que quieras; poséeme como se te antoje y tu deseo me requiera; al fin y al cabo, este sueño en el que te amo y me entrego sin condiciones, es eso, un sueño, tu sueño.
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