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De repente se nos acabó el buen tiempo. Empiezan las noches largas, las tinieblas. La televisión comenzará de nuevo a nutrirnos- reflexionaba para sus adentros Edelmiro.
Desde la muerte de su mujer, acaecida diez años atrás, se encontraba solo en el mundo. Pero literalmente. Los hijos andaban por la capital y Edelmiro era el último habitante de la aldea. Llevaba rumiando el mismo monólogo interior ya para diez años. Lo más parecido a la compañía que encontraba eran los individuos que aparecían por televisión y su perro. Con su perrillo daba vueltas por el pueblo. Contra todo pronóstico había conservado la salud. Pensaba que no enfermaba por la razón sencilla de no poder permitírselo- aunque no tenía a nadie al que decírselo. Quién habría de curarlo.
Si se subía a la loma de poniente- unos cinco kilómetros del pueblo-, tenía cobertura telefónica. Cuando quería hablar con su hija mayor- la única que recordaba que no había nacido por generación espontánea- se dirigía a la peña de poniente. Pensaba en el cuadro que componía hablando solo con un plástico con componentes electrónicos a la altura de la oreja.
A veces se reía de sus propias ocurrencias. Y en menos frecuentes ocasiones se partía de la risa. Se acordaba de los últimos habitantes de la aldea. Los tenía tan presentes que era como si no se hubieran marchado del todo: unos a la capital y otros al cementerio.
Habían cultivado un humor sobre la ironía de estar tan acompañados en el pueblo. También daba juego lo de lo modernos que eran. Aquel había sido un pueblo que se había sabido reír de sí mismo. Pero ya no estaba ni Felisa, su mujer, ni el Ausencio- el último, antes de ella, en partir, en este caso a Barcelona. Se lo llevaron sus hijos.
A veces lo llamaba en la loma de poniente y echaban unas risas a costa de la soledad, sobre todo, de Edelmiro.
- Saluda de mi parte a toda la demás gente del pueblo- le decía el Ausencio.
- Y tú que vives en una lata de sardinas- replicaba Edelmiro.
Y así hasta que la liaban, jurándose ambos que aquella sería la última conferencia. A los pocos días se les pasaba. Y allí tenías al Edelmiro despotricando contra todo, bajando con cuidado de la loma de Poniente. A la vuelta le pillaba de camino el camposanto- cuatro tumbas que apenas se dejaban ver entre aquellos vástagos vegetales que lo cubrían todo. Comentaba con Felisa las últimas afrentas del Ausencio.
Y se hacía de noche y se dirigía al hogar. Nadie lo esperaba en casa, pero - ya se dijo- el frío se había echado encima repentinamente aquel año sobre su mundo, y no estaba la cosa, pensaba irónicamente, para estar por ahí rondando.

Texto agregado el 08-10-2018, y leído por 69 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-10-2018 Triste vida la de alguien que vive solo en un pueblo sin gente. Magda gmmagdalena
 
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