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Semana de lluvias en la ciudad de México por la presencia del frente frío número 46.
Daniel corría por el andén del metro tratando de reponer esos ingratos cinco minutos que perdió por el envío de un correo electrónico inesperado y urgente.
Transpiraba copiosamente dentro de aquel traje azul de dos piezas de mediana calidad que compró en una tienda de Aldo Conti en una oferta que encontró atractiva.
Con un sprint final y un salto afortunado pudo al fin abordar, como siempre, el cuarto vagón del tren en la estación Martín Carrera que cerró las puertas a su espalda. A empujones se hizo de un lugar entre los demás pasajeros para ubicarse, como necesitaba, con vista despejada en la ventana que daba al oeste. Se aflojó la corbata y respiró aliviado. Su celular marcaba las 18:49.
Aunque Daniel nunca se distinguió por ser puntual, llevaba dos semanas, en días hábiles casi empeñando su vida para llegar a tiempo a su cita a las 19:00 horas en punto.
Todo comenzó por un accidente. En realidad, Daniel vive solo en la colonia Portales, dos calles hacia adentro de la estación del metro del mismo nombre. El tren lo lleva como hace cinco años y tres meses a un bufete de contadores donde trabaja que está muy cerca de la estación Tacuba. Son 18 estaciones en la misma línea, una bendición logística de transporte para quien vive en la hoy Ciudad de México. Sin embargo, hace dos semanas se citó para cenar con un amigo en un restaurante en la colonia Lindavista, lo que ocasionó que Daniel afectara su ruta convencional, desviándose hacia el norte, tomando camino hacia la estación El Rosario, para ahí transbordar y dirigirse al lugar de su reunión.
Cerca del lugar recibió una llamada de su amigo, que se disculpaba por no poder acudir a la cita, le habían asignado un trabajo de último momento que tenía que desahogar de emergencia y lo mantendría retenido un tiempo considerable. Daniel escuchó aquello y suspiró molesto, no hay problema, le dijo, será en otra ocasión. Hizo un rápido estudio por el mapa del metro para retomar el camino hacia su casa. Vio que, por aquella ruta, al menos tres trasbordos lo llevarían a su domicilio. Prefirió eso que regresar sobre sus pasos. Sentía que aquello le daba menos peso al plantón que acababa de sufrir.
Cambió de tren en Martín Carrera, tendría que avanzar siete estaciones del metro, ahora elevado, hasta el siguiente punto de traslado. En el andén notó que caía una llovizna leve.
Lo que faltaba, pensó.
Como medida de seguridad cuando llueve, los trenes expuestos invariablemente disminuyen la velocidad y eventualmente se detienen varias veces por tiempos más o menos prolongados en las estaciones, o entre ellas. Dicho. A pesar de que la lluvia no era más que una brizna ligera, el tren avanzaba muy lento e hizo una pausa entre las estaciones Consulado y Canal del Norte. Algo frustrado y harto de revisar sus redes sociales, Daniel optó por fijar su vista en las ventanas de los edificios que tenía frente a él. Aunque eran las siete de la tarde, con todo y la llovizna, aún había muy buena luz de día. De pronto, sus ojos se quedaron fijos.
En un departamento del piso más alto de un edificio, con una fachada azul muy desteñida, había una ventana sin cortinas, ahí estaba una mujer recargada en el marco color blanco. La estampa no tendría nada de especial si no fuera porque, lo único que ella traía puesto, era un cigarro en su mano derecha. Estaba tan desnuda como cuando nació y veía hacia afuera de aquel departamento con total indiferencia a su entorno.
Sorprendido, Daniel se quedó observando esa imagen por un tiempo que pareció eterno, hasta que el tren retomó su marcha. Se esforzó en seguir viéndola, hasta que el ángulo se lo impidió, volteó furtivamente hacia sus vecinos de viaje y aliviado se dio cuenta de que nadie más que él, se había percatado de ese pequeño fulgor. La mayoría traían la nariz metida en sus teléfonos, algunos venían dormidos o cabeceando, otros platicando, pocos leyendo y el resto con la mirada perdida, hacia ningún lado en específico.
A pesar de ser una situación totalmente circunstancial, Daniel quedó prendado de esa imagen, que lo acompañó hasta su casa, al momento de prepararse un escueto sándwich de mortadela con lechuga, mientras se servía una taza con café y, sobre todo, cuando se fue a dormir.
Soñó con ella, o al menos deseó hacerlo.
Daniel como muchos, era un tipo de costumbres. Diario se levantaba a la misma hora, se bañaba utilizando las mismas marcas de jabón y shampoo desde hace diez años. Al ponerse la corbata, y a pesar de saber realizar varios estilos de nudos, nunca variaba el mismo, el Grantchester.
Camino a su trabajo se detenía en el mismo Starbucks para comprar su desayuno, frappuccino de café light venti, yogurt natural con jalea de frutos rojos, y panini de claras y espinacas. Todo para llevar.
Sabía que gastaba demasiado, pero según él, lo valía porque creía que su lunch le daba un estatus por encima de sus compañeros de oficina. Daniel no era del tipo social, no tenía muchos amigos, le eran difíciles las relaciones personales, ya ni recordaba hace cuento tiempo que no tenía pareja, tal vez por ello renegaba de los demás, en el fondo le molestaba que ellos, con sus mismas vidas rutinarias, encontraran el tiempo y la forma de relacionarse entre ellos (y con ellas).
Fue hasta que la imagen de aquella mujer en la ventana se quedó en su cabeza como una imagen recurrente, pudo hacerla de lado apenas para evitar cometer errores en su trabajo.
Cumplió su jornada y tomó su solitario camino al metro, al llegar a la estación, le vino una idea absolutamente descabellada ¿si repetía el camino de ayer, la vería de nuevo?, ¿cuál era la probabilidad de ello?, de ser el caso ¿la encontraría otra vez, en toda su desnudez, asomada en la ventana? Era muy improbable, se dijo sonriendo, pero valía la pena averiguarlo, total, lo más que podría perder serían cuarenta minutos por tomar una ruta mucho más larga para llegar a un lugar donde nadie lo esperaba. Se esforzó por medir sus tiempos para coincidir por aquella ventana en punto de las siete de la noche.
Al menos ese día tuvo suerte, igual que el día anterior, a la misma hora pasó frente a aquel edificio deslucido en cuyo departamento más alto, por su ventana sin cortinas se asomaba de nuevo, fumando más desnuda que la luna. Al parecer, Daniel no era la única persona de costumbres.
Se obsesionó. Cada tarde se apuraba en ese desvío de cuarenta minutos a cambio de una fugaz visión de pocos segundos. Como es de esperar, a veces ella no estaba, o la ventana estaba cerrada, Daniel entonces se ponía triste y se prometía no volver a pasar, aunque sabía que se mentía a sí mismo. Mañana estaría puntualmente ahí.
Una idea le empezó a germinar. Después de un mes de seguir firmemente aquel ritual y verificar que, en efecto, la mayoría de las veces ella estaba ahí, Daniel salió del metro en la estación Canal del Norte y caminó sobre la banqueta en dirección al edificio tantas veces observado. En la puerta vio el interfono y estiró su mano para tocar el correspondiente al departamento del último piso.
Titubeó. ¿qué iba a decirle? ¿que hace un par de semanas, por una cita fallida, se desviaba de su camino para verla brevemente desde el metro? ¿que se enamoró de su imagen desnuda fumando en la ventana?, lo pensó otra vez, nunca podría funcionar, al contrario. Seguramente ella, ofendida, se sentiría invadida y rompería su rutina, o algo tan simple como poner cortinas, cambiar su horario de fumar. Unos cuantos minutos, más o menos, serían fatales.
Daniel no pudo soportar la idea de perder su imagen y menos por su propia culpa. Sin más, se alejó lentamente del edificio.
Pasaron dos semanas más, Daniel siguió con su rutina, pocas veces fueron las que ella no estaba, pero en su ausencia, el foco encendido que se veía atrás de aquella ventana sin cortinas, siempre le daba esperanza y lo invitaba a regresar la siguiente tarde.
Todos los días pensaba en algún discurso para acercarse a ella y todas las noches lo desechaba, dormía pensando en la imagen que tan bien conocía, su pelo rojizo y ensortijado amarrado en una coleta que le caía sobre el hombro derecho, sus brazos delgados recargados en el marco de la ventana, los dedos de su mano derecha sosteniendo delicadamente el cigarrillo, la forma de sus curvas y su silueta iluminada por el foco del departamento.
Una tarde, el tren se detuvo entre las estaciones. Daniel como siempre estaba atento a la ventana cuando sucedió. Ella fijó sus ojos en los suyos. Sus pupilas verdes lo traspasaron, aunque estaba sorprendido logró sostenerle la mirada mientras ella se llevaba la mano del cigarro a la boca y le envió un beso envuelto en humo. El tren lentamente reinició su marcha y Daniel alcanzó a ver que ella le mostraba una cartulina que en letra manuscrita decía: Irasema

Texto agregado el 08-10-2018, y leído por 118 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
25-01-2024 Daniel ese hombre rutinario parece que con ello logró lo que deseaba. Es una historia increíble que atrapa al lector pensando en un lindo final. Ojalá sea así,claro que encuentro muy raro que sus ojos se juntaran,digo por la distancia***** Un fuerte abrazo Vincho. Victoria 6236013
23-01-2024 Agradable texto y al parecer con un final feliz, digo al parecer porque... nunca se sabe. Saludos. ome
28-10-2022 Quise decir: una recompensa para nada mal. remos
28-10-2022 Al final, la precisa y rutinaria obsesión de Daniel obtuvo una recompensa para nada. Ahora esos ojos verdes y las volutas de humo del cigarro lo harán polvo, je. Buena historia Vincho. remos
28-10-2022 Tu texto comienza con esa simpleza de lo cotidiano, hasta que se detectan ciertas obsesiones que, a medida que sigues leyendo, llegan a desenlaces inesperados, pero que dejan abierta la imaginación para nuevas aventuras. Me gustó leerte, Vincho. Clorinda
08-10-2018 Texto atrapante, fluido y entretenido; me gustó como narras con simpleza una buena historia; desnudes al servicio no solo del voyerísmo, si no, también a la creación de acompañamiento en una vida vacía. Muy bien logrado. Saludos desde Iquique Chile. vejete_rockero-48
 
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