El poeta, en un lapso de verdadera inspiración - la cual se había marchado de viaje hacía ya algún tiempo y ahora regresaba-, fue atrapando de entre la inmensa cantidad de palabras que revoloteaban en su cabeza, a las mejores; una a una las fue plasmando por escrito, hasta formar versos de admirable belleza, ritmo y sonoridad, que terminaron por conformar un hermoso poema de amor.
Escrito el poema, se sintió tan orgulloso de él, que satisfecho de su arte e inspiración, esa noche fue a dormirse con el pensamiento, el alma y el corazón, en santa paz.
Al día siguiente, se animó a revisar detenidamente el poema y a corregirlo. Al hacerlo, se dio cuenta de que al poema no le hacía falta ni le sobraba nada, ni un punto, ni una coma, ni una palabra, simplemente era perfecto. Se sintió muy feliz de ello.
Fue al tercer día que el poema empezó a revelársele en sueños: las palabras de todos los versos parecían desesperadas, como si no pudieran respirar; trataban de escapar de aquella burbuja transparente, redonda y brillante que era el poema. Las palabras se ahogaban en esa prisión esférica, perfecta. El sueño se repitió varias noches, siempre el mismo, como una pesadilla grotesca.
Algo no marchaba bien, reflexionó el poeta. ¿Por qué aquel sueño obsesivo? ¿Qué estaba mal esta vez?... Había hecho muchos poemas antes y nunca había tenido sueños parecidos. Le gustaba que sus poemas tuvieran algo que contar, que se colara el aire, la luz y la vida a través de ellos. El poema de ahora, hablaba de amor y era redondo, rotundo, cerrado, perfec... ¡Claro, eso era! Sus poemas siempre habían sido abiertos, incorrectos a ratos, necesitados de cambiar palabras, corregir puntuación, de prodigarles cuidados. Él no acostumbraba hacer poemas perfectos que fueran impenetrables e hicieran sufrir a las palabras escritas en ellos. ¿Pero qué locuras estaba pensando? ¿podían las palabras sufrir, dentro de un poema?
Luego de reflexionar lo anterior, aquella misma noche revisó una vez más su poema. Lo analizó por todas partes y concluyó que no podía quitarle nada; pero tampoco quería dejarlo así. Estaba convencido de que las palabras sufrían. Entonces, se le ocurrió una idea que podía ser una solución.
Con voz clara y fuerte imbuida de emoción, con ternura infinita, con un amor especial por cada palabra plasmada en su poema, lo leyó en voz alta; mientras lo hacía, las palabras leídas fueron saliendo del poema y volaron, liberadas, a través del viento de la noche. Murmuraban, reían, se iban felices. No era su imaginación, ellas ansiaban la libertad.
La hoja de papel con el poema escrito seguía entre sus manos, pero era un papel vacío, sin vida. Sonrió feliz. Con parsimonia y seguridad, lo fue rompiendo poco a poco en pedacitos y con una alegre carcajada final, los arrojó al aire.
El joven poeta, por primera vez en su vida, se sintió un verdadero poeta.
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