Una noche, aparecí en la habitación de dos jóvenes. Como de costumbre, pude ver el terror reflejado en sus ojos. Les hablé:
—Inglaterra es una monarquía decadente. La reina es una pieza de decoración. El país debe volver a ser grande como en épocas de Cromwell.
Me dirigí directamente a Martha, la mayor de las hermanas. Era una joven rubia de ojos claros. Su delgada y pálida figura demostraba la melancolía de su caracter. Seguí sin quitarle los ojos...
—Debes aprovechar la conmemoración de la coronación en la abadía de Westmister para liberar al país de la lacra coronada.
La puse en contacto con Mister Lenton, un viejo conocido mío experto en explosivos. Martha se se dirigió a Downing St. y presentó ante Lenton quien la proveyó de lo necesario.
Con sumo cuidado, Martha se dirigió en tranvía a la abadía donde escondió el explosivo en una nave lateral cerca del sitio que ocuparía Su Alteza.
El día previsto, la vieja reina entró con gran pompa en la abadía rodeada de sus acólitos. Cuando llegó al asiento que le estaba asignado, no lo encontró de su agrado. Lord Hamilton, encargado del protocolo real, muy nervioso, la acompañó hasta un sillón próximo al altar, varios metros más adelante de lo que la etiqueta marcaba para esas ocasiones. La reina se sentó cómodamente y su mano enjoyada hizo un gesto de bienestar. De pronto, se escuchó una fuerte explosión que llegó hasta mis dominios. La misma produjo una gran cantidad de muertos y heridos.
Lamentablemente para mí, la soberana solo sufrió heridas leves y fue hospitalizada más por precaución que por la gravedad de su estado.
Mi plan había fracasado. Susan, la hermana menor, contó sobre mí a las autoridades. La joven Martha fue encerrada. Al día siguiente, fui expulsado de su cuerpo por mano del Obispo Norton, conocido como un gran exorcista. Para llevar a cabo nis propósitos tendré que esperar (seguir esperando...) un tiempo más. |