Un hombre, por diferentes razones, siempre tuvo la duda de quién había creado a la mujer, si Dios o el Diablo. Le habían pasado tantas cosas malas con ellas, que no podía asegurar con certeza cuál de los dos era el verdadero creador. Sentía por la mujer, por cualquier mujer (más por las mujeres bonitas), una especial atracción. Lo atraían como la miel; pero era bastante tímido con ellas.
Nunca fue un hombre que pudiera tratar a una mujer con soltura; le costaba un enorme trabajo relacionarse con alguna y cada novia que tuvo, fue un verdadero suplicio mantener una relación. No las conocía, trataba de comprenderlas; pero una mujer era un libro cerrado para él. Alcanzaba a percibir una pequeña parte de ellas; luego las idealizaba y perdía la objetividad. Así, no le iba muy bien con ellas.
“El demonio creó a la mujer para confundirnos, para hacernos sufrir, para atraparnos con sus malas artes seductoras”, pensaba a veces. Otras, le ganaba la nostalgia de lo vivido con alguna de ellas y Dios tomaba la delantera. Se encontraba sin saber qué concluir; un día creía en una cosa y al siguiente en otra.
Así fue hasta que encontró a aquella mujer; ella tenía 32 y poseía unos ojos cafés de un mirar profundo e inquisitivo, que lo desnudaban. La nariz pequeña y la boca de labios carnosos y tentadores, completaban un rostro agraciado que sin ser nada del otro mundo, lo hechizaron. La conoció en una librería de viejo y la invitó a comer; luego de salir con ella unas cuantas veces, se hicieron amigos.
Una mañana cualquiera de noviembre se supo enamorado de ella y sin poder esperar más, la llamó por teléfono y le dijo sin más: “¿Quieres ser mi novia?”, el silencio al otro lado de la línea no era buen presagio. “Déjame pensarlo. Te veo en el parque por la tarde”, concluyó ella.
Por la tarde llovía. El hombre encontró a la mujer en el parque y nomás verla, se le antojó tomarla entre sus brazos y besarla; pero su inseguridad y una posible negativa a sus ruegos, lo mantuvieron indeciso. Cuando la tuvo muy cerca, la miró a los abismales ojos y se quedó esperando una respuesta. “Sí”, dijo ella, “sí quiero”. Sorprendido, mojado, feliz, no atinó a decir ni a hacer nada. Fue ella quién sin decir más acercó su empapado rostro al de él y lo besó en los labios, con un beso largo, apasionado, húmedo.
El hombre, por fin intuyó quién había creado a la mujer; la certeza de la verdad lo iluminó como un rayo, esa tarde lluviosa de noviembre. Aquel beso agresivo y delicioso era la respuesta. Definitivamente... Dios había creado a la mujer.
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