Ser ciego, no es cuestión de dejar de ver.
Si alguna vez se ha preguntado lo que significa estar ciego, intente coger un bus con los ojos cerrados. Viví una hora invidente para conocer esta realidad y esto fue lo que pasó.
Todo empezó como un ejercicio, pero para mí se convirtió en una confirmación; definitivamente es cierto que “en país de ciegos el tuerto es rey”.
Lo primero fue cerrar los ojos, cosa que no me fue difícil, y luego no volver a abrirlos por ningún motivo, eso era de verdad lo complicado.
Estaba indefenso. Toda una vida dependí de mis ojos para saber lo que pasaba a mí alrededor, para enfrentarme al mundo. Ahora estaba solo y vulnerable. Si alguien me hubiese hecho zancadilla seguramente yo me hubiera caído.
Yo tenia únicamente unas gafas oscuras, un vaso desechable y un cartel que decía: “Perdí mi trabajo y quedé ciego. Sólo necesito una pequeña ayuda para volver a comenzar”.
Me ayudaron a sentarme en una banca, y aguardé a que llegaran las monedas; los primeros 10 minutos duraron mas de 10 días, todo se me hacía eterno y lo que percibían mis otros sentidos era un caos.
Esa espera más bien era una transición mientras mi mente llena de imágenes se acostumbraba a un mar de ruidos y olores, que al rato eran mi única guía.
Cayeron las primeras monedas de un benefactor sin rostro, no sé si era un joven, una secretaria o un anciano; sólo conozco de esa persona su buena voluntad reflejada en una limosna.
El tiempo parecía transcurrir normalmente. Observaba desde la oscuridad de mi ficticia ceguera que no eran necesarios los ojos: el sonido de los buses me decía cuándo cambiaba el semáforo, y el viento frío se interrumpía cuando alguien pasaba a mi lado; no veía nada, pero sabía bien lo que sucedía.
Me di cuenta de que era cierto el viejo refrán según el cual “el peor ciego es aquel que no quiere ver”. Prescindí de mi sentido de la visión pero algo en mí me obligaba a ver. Descubrí un mundo distinto.
Tenía los ojos cerrados, pero yo de verdad quería ver, ese mundo diferente apareció, no enfrente de mí sino en mi cabeza; la información de los otros creó una nueva realidad, oscura pero perceptible.
Ya observaba con mis otros sentidos y me aventuré un poco más. Quería identificar el rostro de los que me dejaban una limosna y efectivamente lo logre.
Las caras de mis bienhechores no tenían nariz, ni color de piel. La mujer que me dejó un billete olía a nuez y café; una joven que me dio varias monedas, a fresa; y el ejecutivo que paso de largo luego de leer mi mensaje hedía a tabaco.
Se acabó la hora del almuerzo. Lo sabía porque ya no sentía en el aire el hedor a cebolla, y la gente no pasaba frecuentemente; ya no pitaban los buses, no percibía tanta polución.
Otra vez el tiempo se hizo eterno, y no llegaban tantas monedas como antes. Tuve tiempo para pensar.
Ser ciego no es cuestión de dejar de ver, por el contrario es observar lo que con los ojos se desprecia; atender los sonidos nos da una vista de 360 grados y la percepción de la profundidad se logra con el tacto. Ya no era invidente, más bien por primera vez utilice mis sentidos.
La ciudad habla, y cuando se está ciego se le puede escuchar claramente. No son ruidos, son los ecos de las acciones que realizamos, son los rastros en ondas de nuestro vivir.
Estuve tentado a abrir los ojos varias veces, pero no lo hice. Me di cuenta que nosotros los que no somos ciegos percibimos una parte del mundo, una parte muy pequeña.
Sentí curiosidad de saber cuánto dinero tenía en mi vaso, y la única solución era tocarlo. Las yemas de mis dedos confundían las formas, pero mientras acariciaba las monedas la imagen se formó en mi mente. No era difícil identificar una moneda, pero… ¿qué tanto lo era un billete?
Ya no me sentí tan seguro como antes, tenía un mundo enfrente, lo escuchaba, lo palpaba, pero esa realidad no era mía. El universo humano esta construido para aquellos que pueden ver, no para los invidentes.
Me sentí débil otra vez, estaba seguro de los cambios del semáforo, pero ¿cómo evitaría irme por una alcantarilla, sin usar un bastón?
Pensé en quienes conozco: ellos sí tenían rostro. De algunos quizás recuerde el aroma. Entonces me desesperaba la idea de no poder volver a ver.
Me recogieron, me sentía tranquilo. Al cabo de unos metros comencé a abrir mis ojos, lentamente, y viví otro mundo. No sólo era consciente de los sonidos y los olores. Ya podía verlos, mis ojos se convirtieron en un accesorio.
A veces, cuando me quiero concentrar, cierro los ojos para ver esa otra realidad y los abro despacio, para percibir más cosas, para tener una visión de conjunto.
Ya sé lo complicado que es coger un bus con los ojos cerrados, y lo difícil de vivir en un mundo de videntes cuando uno es ciego. Gracias a Dios, ahora puedo ver con todos mis sentidos.
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