Una mañana de domingo, el sol, todo claro, entraba por la ventana, dando en la cara del señor M. Un fastidio, que pudiendo quedarse en la cama, los rayos del sol le despejasen y dejaran tan despierto que no tuvo más remedio que levantarse. Miró por la ventana y vio que un gato negro tenía clavados sus ojos afilados, impenetrables, inabarcables en él.
—¡Vaya, un gato negro! Alguien creerá en las supersticiones, pero yo no —dijo afirmativo y confiado el señor M.
Al darse media vuelta, notó un pequeño chasquido en el tobillo. «Casualidad», persó. Los giros bruscos es lo que tienen, pero, pronto, seguro, ya no duele, no hay que obsesionarse con el dolor. Pero el gato negro seguía ahí, se levantó y dignamente se marchó. ¿Señal de que había triunfado, de que no se puede reír de su poder e influencia? Casualidad, es la razón, y un giro rápido.
Volvió a la cama, para sentarse y empezar a vestirse con un cómo chándal, de colores neutros, nada que llamase la atención. Estaba pensando en cómo iba a ir mañana, la ruta de trabajo, los probables inconvenientes, pensamientos vanos que ocupaban la mente del señor M. El señor M. no es capaz de ver lo importante, que es la visión del gato, hecho que ignora por completo. Va a la cocina, a prepararse su café cotidiano, mitad leche y mitad café, calculado meticulosamente. Tres cucharadas de café en la cafetera, y una jarrita con leche, en el microondas, para calentarla dos minutos. Suena la campanita del tiempo cumplido, y el señor M. no piensa en el gato, pero al meter la mano en el microondas, para coger la jarrita de leche, ésta le quema los dedos.
—¡Maldita sea, si siempre pongo el mismo tiempo! —Se molestó el señor M., pero siguió sin recordar al gato negro.
«Ya tiene su tiempo», reflexionó el señor M.
Decidido, el señor M. sale a la calle, estaba dispuesto a comprar el pan. Paseando distraído, viendo las noticias en el móvil, sin ser consciente del peligro, alegre, el señor M. se dirige a la panadería. Por una acera, repentinamente, unos vecinos del barrio colocan una escalera, el ruido asusta al distraído señor M. parado mira la escalera, el gato viene a la cabeza como un rayo, aun así, pasa por debajo de ella. Sonríe como si triunfase contra un fatal destino. ¡Qué inconsciente es el señor M.!
En la hora de la comida, el señor M. se dirige a la nevera, veía lo triste y vacío que estaba, pero, de sobras se puede alimentar hoy. Tenía unos filetes de pescado y una ensalada envasada. Calienta el pescado en el microondas, y la ensalada, quitando la tapa, está dispuesto a echar el aliño. Torpemente vuelca el salero, dispersando la sal como si fuese una explosión.
—Lo limpiaré después —se dijo para si mismo.
Al terminar de comer, notaba un dolor en el estómago. Lo achacaba a la cantidad de comida, lo rápido que lo hacía, o el estado de ésta.
Por la tarde se fue a afeitar, y una corriente que el señor M. no esperaba cerró violentamente la puerta del armario, con tal fuerza que salto el espejo.
—¡Maldita sea! —Fue la queja del señor M. sin acordarse del gato negro.
Había un trozo de espejo fijado en el armario, el señor M. miró cada detalle de la cuchilla, las láminas aceradas, afiladas, dispuestas en filas para cortar. El señor M. se dio cuenta, pero, con el pulso tembloroso, dirigió su mano al rostro, no apretó mucho, y empezó a afeitarse. No lo hizo mal, una vez terminado no entendía las razones del repentino temor.
Llegó la noche, y el sueño plácido no fue capaz de arrastrar al señor M. Recordó lo sucedido en el día, la terrible visión del gato, el infortunio de pasar por debajo de una escalera, la fatalidad de la sal derramada, el espanto del espejo roto. Sudoroso, deba vueltas en la cama, cada pequeño crujido sobresaltaba al señor M. que veía como el techo se hundía para aplastarlo. Se levantó al servicio, y miró por detrás de las puertas, ya que nota como una respiración detrás, unos ojos fijos en su nuca, pero no vio nada. Se levantó de nuevo a mirar por detrás de las puertas por segunda vez, con respiración entrecortada, volvió a la cama, dando vueltas, sentía una opresión que le impedía respirar, y daba vueltas para inútilmente mitigar la sensación. El tiempo pasa lento, pesaroso, marca su ritmo anodino, inalienable e imperceptible, que martillea cada célula, cada neurona del señor M., impidiendo que durmiese.
El despertador sonó a las siete menos cuarto. Otro nuevo día, nublado, casi chispeando. Se asomó por la ventana, el gano negro no estaba. Vio el coche, recordó que era lunes y hay que ir a trabajar. |