Cara dura, sombrero fino, botas relucientes, cuerpo recio y de hablar sarcástico. Sesenta años bien vividos. En sus días de poder nada se hacía en el pueblo si él no lo autorizaba. Un día la familia partió a la capital, sus bienes y el poder poco a poco se fueron. Se quedó con la servidumbre en una construcción inmensa, vacía y un capital respetable. No fue difícil encontrar mujer, llegaron hijas, se hicieron mujeres y él seguía ejerciendo su rutina de los domingos. Sacaba temprano la mecedora, las puertas de la tienda se abrían y esperaba. La gente indígena de las comunidades serranas salía vender, a comprar y a saludar a los viejos amigos. Frente a él desfilaban quintales de café, cerdos, frijol, maíz. Conocía a todo mundo y al pasar lo saludaban con temor los más, otros se iban en silencio.
-¿Qué llevas en ese costal? El muchacho joven, se detuvo, bajando su carga al piso.
- Un guajolote que llevo al mercado a vender.
-¿Cuánto quieres?
-Cincuenta pesos.
-Se ve flaco. -Contestó con indiferencia.
- Está gordo, - dijo el indio.
-¿Qué te parece si mejor lo pesamos? Así ni tú, ni yo, lo que diga la pesa. Te compro a cinco pesos kilo.
Recordó las palabras de su mujer que le dijo que se diera prisa, que regresara pronto, necesitaba tela para pañales y que comprara para el niño un jarabe para la tos y la fiebre.
-Pésalo, -dijo entre dientes.
Ambos entraron a la tienda. Había una estantería de cedro, el mostrador ancho, recio, largo, muy largo. Se notaba el deterioro de los años por los rayones hechos en la tabla y el barniz carente de brillo.
-Pesa siete kilos a cinco pesos kilo, son 35 pesos. No le dio tiempo a contestar, cuando vio tenía el dinero en la mano y un topo de caña. Para que agarres fuerza, le aconsejó.
El indio no salía del asombro, habría jurado que pesaba el guajolote como diez kilos. “la bascula no se equivocan” se dijo y apuró la caña, en dos tragos.
-¿Quieres otra? Te la daré a mitad de lo que cuesta. Te sentirás mejor, al fin que una no es ninguna.
Cuatro horas después el dinero había regresado al bolsillo de Germán y el indio apenas pudo recargarse en la pared e irse deslizándose poco a poco hasta quedar sentado, y profundamente dormido. |