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Inicio / Cuenteros Locales / kroston / El monstruo bajo la cama

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Justo antes de que tocaran la campana el profesor Eusebio pidió atención, esperó a que todos estuvieran listos y empezó a dictar una tarea.
Impartía todos los ramos, pero el que más le interesaba era el de artes porque creía que ayudaba más que los otros a esos niños tan prosaicos. Por eso les dio el trabajo de buscar en sus casas algún objeto y llevarlo al colegio. Planeaba seleccionar un par y explicarles cómo el hombre había pasado de la mera utilidad de las cosas al adorno y a la belleza estética.
Los niños no hicieron preguntas porque lo único que querían era guardar sus cuadernos y salir. Jorge lo mismo, pero el sábado se levantó decidido a encontrar ese objeto. Tomó desayuno y empezó a buscarlo. Se entretuvo mirando por toda la casa (no entró en la pieza de su madre porque lo tenía prohibido), pero como no halló nada especial ni bonito salió al patio, agarró un pedazo de madera de unos treinta centímetros y empezó a tallarlo con su cuchillo. No tenía claro qué iba a hacer, estuvo un rato sacando viruta mecánicamente hasta que vislumbró la figura de una niña y continuó esculpiendo con la intensión de mejorarla. El domingo por la tarde la juzgó acabada y la guardó. Según Jorge era bellísima, ojos alargados, boca levemente sonriente y largos cabellos hasta la cintura. Auscultó los detalles y los relieves de la estatuilla y se maravilló al descubrir una expresión en el rostro que no supo descifrar. Al profesor le va a encantar, pensó.
El día de presentar el objeto Jorge estaba inquieto y ansioso pero seguro que su escultura iba a ser celebrada. Tuvo su primer desengaño con sus compañeros.
—¿Y eso qué es?
—La estatua de una niña.
—¿En serio?
Cubrió la figura delicadamente con un paño marrón y la guardó en su bolso hasta que llegó su turno de ir a mostrarla. El profesor Eusebio le sacó buena nota y lo felicitó por el esfuerzo, pero le dijo que la idea era llevar un objeto de uso cotidiano, no hacer una estatuilla. Jorge quedó desolado. Llegó a su casa abatido y molesto. En su cuarto se sentó en el suelo, sacó la figura del bolso y casi sin mirarla la metió dentro de una vieja maleta que escondió bajo la cama. Cuando escuchó los pasos de su madre en el comedor le dieron ganas de ir a confesarle lo sucedido, pero se acordó que esa noche había fiesta y no tenía que molestar. El resto de la tarde estuvo jugando con su cuchillo sin salir de su habitación. En la noche y hastiado por el ruido de la música se escurrió por el pasillo y se alejó de la casa por la puerta de atrás. Nadie se fijó en él. Se sentó en un tronco y llegó Terrón moviendo la cola. Jorge lo saludó con unos golpecitos en la cabeza y, mientras escuchaba en sordina las risas y los gritos, especialmente los de su madre, empezó a hablarle del viaje que iban a hacer juntos.
—Iremos en barco—le decía—, como en las películas, a veces habrá peligros pero no me importa y espero que a ti tampoco, si quieres ir conmigo tendrás que ser valiente —el perro lo miraba como si quisiera comprender—. Recuerda lo que dice mamá, hay que ser un hombre de verdad y no llorar por cualquier cosa y aguantar el frio y el hambre y saber callar cuando se debe, y sobre todo ser bien machito y hacerse respetar.
La puerta se abrió y salió precisamente su madre con zapatos de charol, un vestido azul ajustado y el pelo rubio teñido y revuelto. Tenía la cara roja. Estiró la mano y le pasó un billete.
—Anda donde el Chino y tráeme rápido tres paquetes de cigarros y uno de chicles —le ordenó. Luego cerró la puerta y el niño la sintió alejarse a taconazos.
Jorge se fue de la casa cuando tenía 16 años y al otro día de que Terrón muriera. Esa mañana le gritó a su madre que estaba hasta la tusa de sus fiestas y sus amigos, luego fue a su habitación, sacó su vieja maleta de debajo de la cama y echó irreflexivamente un poco de ropa. Su madre, ante la impotencia de no saber qué decir a su favor, le espetó que siempre había sido un vago igual que su padre, que por eso la abandonaba igual que él y que seguro se arrepentiría. Antes de que Jorge cruzara el umbral de la puerta le gritó que se olvidara que tenía una madre, porque ella se iba a olvidar que tenía un hijo. Jorge caminó varios kilómetros por la orilla de la carretera pasándose la maleta de una mano a otra hasta que un camionero paró a su lado y lo invitó a que subiera. Luego le preguntó adónde iba.
—Al puerto, a buscar trabajo —respondió.
El camionero se alegró mucho porque le gustaba la gente que se las buscaba desde chico, en su opinión la vida era dura y no había tiempo para pendejadas.
—Uno tiene que vérselas con la sal y el ajo y pasarla mal y aprender porque si no se jode.
Le aconsejaba y lo miraba con una especie de orgullo de sí mismo. Al rato empezó un largo monólogo contándole parte de sus aventuras y de sus hazañas con las mujeres. Jorge le preguntó si conocía al alguien que pudiera darle un empleo y él respondió que por supuesto. Lo dejó en una esquina y borroneó en un papel un nombre y una dirección.
—Dile que vas de parte mía, de Javier Colina, el Chuco, él se va a acordar.
Era mediodía y sin pensarlo Jorge fue en busca del tipo, que resultó ser el capitán de un pequeño barco pesquero.
—Te puedo recibir como aseador ¿entiendes? —le dijo mientras lo miraba de pies a cabeza.
—Sí, no hay problema —dijo Jorge condescendiente.
Se dieron la mano. El capitán desde el muelle le mostró a La Duquesa, su embarcación, luego la abordaron y se metieron por unos pasillos estrechos y fríos. Jorge estaba mareado por el vaivén pero lo disimulaba y a todo respondía que sí. El capitán abrió una puerta y le mostró los dormitorios.
—Éste será el tuyo, dormirás aquí —le indicó la cama de abajo de una litera con las patas de fierro soldadas al piso. Jorge metió la maleta debajo del catre y se volvió para recibir nuevas órdenes—. Empiezas en la cocina, ahí veremos tus habilidades —el capitán le puso una mano en el hombro y agregó— Sígueme—, y lo llevó a la cocina.
En su primer viaje a altamar el cocinero mandó a Jorge a buscar un saco de sal a la bodega. Para ir de la cocina a la bodega había que cruzar por fuera el estrecho pasillo de la baranda de estribor. El mar estaba agitado y una ola golpeó a Jorge, lo desestabilizó completamente y se lo llevó mar adentro. Al cabo de un buen rato el cocinero salió a ver por qué se demoraba, y al no encontrarlo dio la alarma. Tras largas horas de búsqueda se le dio por perdido. El capitán estaba enfurecido, agarró al cocinero y le dio unos golpes en la cabeza y le gritó que cómo se le ocurría hacer salir a un novato con ese oleaje, pero el cocinero encogió los hombros y le dijo que necesitaba la sal. Ya más calmado le preguntó si había hablado con él y si sabía si tenía familia.
—Hablé un poco —respondió el cocinero—, pero por lo que me contó no tenía a nadie.
El capitán reflexionó un momento, reunió a la tripulación y les dijo que todos sabían lo que significaba la desaparición de una persona en altamar, era peor que una tormenta, meses o años de investigación, interrogaciones y declaraciones infinitas por las que tendrían que pasar. Hubo un silencio cómplice y luego el capitán decretó.
—Bien, aquí no ha pasado nada. A sus puestos.
Volvieron a sus labores y al otro día llegaron a puerto. Estaban haciendo amarras cuando apareció en el muelle un anciano achacoso y los saludó . Era el inspector. Una vez atracados se metió al barco y empezó a registrarlo.
—Todo lo que traje está permitido —le dijo el capitán muy tranquilo.
—Eso lo tengo que ver —acotó el inspector.
Se introdujo en la bodega y empezó a registrar las cajas de pescados. Encontró reinetas, corvinas y lenguados cubiertos de hielo. Un poco de sepias y jibias por otro lado.
—Bien, tengo que ver los camarotes.
El capitán emitió una especie de bufido, se puso ambas manos a la cintura y suspiró.
—Okey, vamos —dijo resignado.
El Inspector rebuscó un poco por los rincones, se agachó y encontró la maleta de Jorge. Consultó al capitán de quién era.
— ¿Cuál? —preguntó el capitán.
—No te hagas —dijo el inspector—. Ésta —metió el brazo y la sacó del fondo.
— ¡Uf! —exclamó el capitán, sorprendido—. No sé, debe ser de… cómo se llamaba… ah sí, Mauro, uno que trabajó hace tiempo con nosotros pero lo eché por borracho y nunca vino a buscarla.
El inspector le pidió que la abriera pero el capitán le dijo que no tenía la llave y no se imaginaba para qué quería abrirla si estaba claro que ahí adentro no iba a encontrar una ballena blanca.
—No sólo reviso la pesca, el contrabando también es de mi incumbencia y no te imaginas qué cosas he encontrado en bultos más pequeños que éste —argumentó el inspector.
—Tendrás que abrirla tú mismo —dijo el capitán.
El inspector sacó un pequeño alicate del bolsillo y forzó la cerradura. Hurgó en la ropa y tocó la figura envuelta en el paño que estaba al fondo. La sacó, desenvolvió y se quedó mirándola un buen rato sin decir palabra. Luego dijo que podría ser una pieza de arte y tendría que requisarla. El capitán miró la estatuilla incrédulo.
—Esa cosa es horrible, no creo que sea arte —confesó.
—Qué vas a saber tú —replicó el inspector—. Me la llevo.
El capitán se ofendió y quiso lanzarle una grosería pero luego se arrepintió y lo dejó ir. El inspector salió del barco y se alejó con el bulto bajo el brazo. Dobló a la derecha en la cuadra siguiente. Su oficina estaba unos doscientos metros más allá. Entró, se sentó, dejó la figura sobre el escritorio, sacó del primer cajón un libro de anotaciones y empezó a escribir. Se detuvo, le quitó el paño a la estatuilla y la observó nuevamente. Decidió que por el momento no la mencionaría en el informe y que más tarde iría a hablar con el capitán sobre ese tal Mauro. Se preparó un café y se sentó a escribir otro par de frases y terminó el informe. Envolvió la figura y la guardó en una caja de zapatos que había en el último cajón del escritorio.
Unas semanas después el inspector, una mano en el bolsillo y la otra con el paraguas, estaba en una esquina mirando atentamente el suelo antes de dar el primer paso. No quería meter el pie en un charco. La lluvia caía a goterones gruesos y había mala visibilidad. Era tarde pero las luces del alumbrado público todavía no se encendían. Levantó la cabeza y vio venir a dos hombres que vacilaban como borrachos. Pobres vagos, pensó, y se desentendió de ellos y empezó a caminar. Pero en cuanto estuvieron al lado de él los tipos se avisparon, lo agarraron, lo llevaron a un callejón y le encajaron dos puñaladas en el abdomen. Antes de dejarlo caer lo registraron y le quitaron la billetera, el reloj y las llaves.
Luego del atraco los ladrones se fueron directo a su oficina a buscar cualquier cosa de valor (uno de ellos sabía dónde trabajaba el inspector). Abrieron la puerta sigilosamente, entraron y encendieron sus linternas.
—Tú los cajones, yo los estantes —dijo Jorge en voz baja y fue a revisar.
Encontró algunos libros, unas figuritas de losa y varios archivos que ni siquiera se molestó en abrir. Puras huevadas, aquí no hay nada, farfulló molesto. Al de los cajones tampoco le había ido bien.
— ¿Qué hay? —le preguntó.
—Puros papeles, lápices y timbres —respondió el otro.
—Este viejo siempre fue un idiota.
Mientras Jorge seguía husmeando el otro encontró la caja de zapatos, la abrió y sacó el bulto, lo puso sobre el escritorio y lo desenvolvió.
—Mira, ven a ver esto —le avisó.
Jorge se acercó al escritorio y se quedó mirando la figura. La tomó con suavidad, le dio un pequeño impulso y la giró en el aire.
—Puede valer algo —dijo, y se la guardó en el bolsillo interior del abrigo y volvió a lo suyo.
Hicieron otro rápido examen y salieron tan silenciosos como habían entrado. Ya en la calle se sintieron un poco más aliviados, la billetera del inspector no tenía mucho dinero pero alcanzaba para una buena ronda. Fueron a la cantina más cercana y pidieron dos cervezas de litro y un par de sándwiches de pernil.
—Repartamos —dijo el que había buscado en los cajones—. Quedan treinta mil, un reloj y esa cosa de madera que te guardaste —agregó.
—Bien —, dijo Jorge— quince y quince. Déjate el reloj y yo me quedo con la figura.
El compañero se quedó pasmado.
— ¿En serio? Como quieras —dijo—. Aunque no se me ocurre para qué quieres eso.
—Salud —respondió Jorge levantando el vaso, y al ver la ondulación de la cerveza recordó el mar y cuando lo sacaron del agua.
Por esos días dormía en la Casona, un gran galpón usado como albergue para vagos de todo tipo que iban a pasar la noche roncando bajo esas frazadas hediondas. Muy adecuado para él, era gratis y no hacían preguntas. A la hora que llegó al refugio ya no había movimiento de personas. Eran cerca de las doce de la noche y había dejado de llover. Se venía un frió mortal. Golpeó tres veces la gran puerta y oyó el crujir de una silla y una maldición. Seguramente el guardia estaba empezando a cabecear y él lo había despertado. Se abrió la ventanilla y sin asomarse el guardia refunfuñó.
—Cerramos a las diez treinta y todos los putos vagos deberían saberlo.
Él le explicó que venía a buena hora pero se le habían presentado serios inconvenientes en el camino.
—Hermano, cuando venía una vieja se cayó, le sangraba la rodilla y tuve que acompañarla a su casa, no la podía dejar botada en la calle.
También le contó que había corrido mucho para llegar y que estaba todo mojado, que se iba a enfermar o morir si se quedaba afuera y que por favor lo dejara pasar. El guardia lo miró por la ventanilla, lo reconoció y abrió la puerta. Él entró en actitud sumisa y le sonrió agradecido.
—Gracias compa, me salvaste la vida.
—Es la última vez, la próxima te vas a dormir al cementerio —protestó el guardia y cerró la puerta estruendosamente— ¡Y no hagas ruido! —exclamó.
Jorge se deslizó por el pasillo y entró en la sección tres. Cuando abrió la puerta escuchó los ronquidos y las toses de los durmientes, percibió el calor y ese hedor agrio de los cuerpos sucios y húmedos. Llegó a una litera desocupada y se sentó en el borde con cuidado. Se desabotonó el abrigo y sacó la figura. La metió debajo del catre por la parte de la cabecera. Luego se sacó los zapatos mojados, se puso de pie, se quitó el abrigo (igual de mojado), se sacó los pantalones y colocó todo en un montoncito sobre los zapatos que empujó también bajo la cama. El de arriba se dio media vuelta dándole la espalda. Él se metió en las frazadas y se acurrucó, tratando de calentarse. Estaba cansado y algo aturdido. Recordó el día en que llevó la figura al colegio y el frío que sintió cuando se fue a sentar, derrotado, con su estatua bajo el brazo. También recordó que el profesor Eusebio, que ahora se desangraba en el callejón, le había puesto buena nota.

Texto agregado el 28-09-2018, y leído por 107 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-10-2018 Mh, no sé. No me funciona bien, como que quisiste abarcar demasiado. guy
29-09-2018 En verdad es un relato sorprendente, a cada paso pensaba un desenlace y surgía algo diferente. Me gustó mucho y lograste atraparme. Magda gmmagdalena
28-09-2018 Toda una vida pasa ta rápido, solo el capitán llegó a conocer a ese joven, ¡quién más lo echará de menos? es una historia para reflexionar bajo la luz de las velas y bebiendo una copa de vino :) spirits
 
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