Colocó todas sus tazas boca abajo, delante de ellas, una vela. El silencioso cortejo fúnebre quedó así compuesto un 13 de septiembre. ¿El motivo? La muerte de una taza, bueno, no de una taza, sino de la taza. No recordaba cuándo ni dónde fue adquirida, el caso es que cuando pudo ser capaz de cogerla con sus regordetas manos, la taza ya estaba allí. Taza blanca, con dos payasos, uno en cada lado, el uno haciendo un imposible malabarismo sobre un monociclo y el otro tocando una trompeta sobre la que descansaba una rojiza nariz, de bordes redondeados.
La gente que no bebe en taza, no puede entender el vínculo que se crea con este objeto; ocurre algo similar con las plumas estilográficas. Es común que en cada familia cada uno de los miembros tenga una toalla o un sitio favorito en la mesa, pues con las tazas sucede algo parecido. Con el tiempo se va estrechando una relación cómplice que sólo taza y dueño comprenden y conocen, se pierde la primera relación vertical, para establecerse una horizontal, en la que ambos ponen algo de su parte, la taza, el continente, y el dueño, el contenido, que alberga ese continente. Ambos se cuidan, miran por el otro.
Nada tiene que ver una taza con un vaso, el vaso quema o congela, la taza es capaz de mantener una temperatura soportable a la mano humana. El vaso es transparente y por ello, incapaz de guardar un secreto, en cambio, la taza, misteriosa, en su color y material guarda misterios que sólo pueden conocerse acercando los labios a ella.
Aún recuerdo cómo vi volar mi blanca taza; en un descuido, mientras volvía, trotando, de mi cuarto a la cocina, haciendo efecto bolera, la taza salió disparada de mi mano, la vi alzarse en el aire, girar, tomar algo de altura para comenzar a descender más y más, dando con su porcelanado cuerpo en la esquina más alejada de la cocina. Sentí que los trozos en que se partía eran los de mi corazón ante tan horripilante visión. Mis lágrimas resbalaron por la cóncava pared de la taza. “Nada puede hacerse” dijo mi madre, que con esta frase firmó su levantamiento de cadáver.
Reuní los fragmentos y los coloqué sobre el plato que solía usar en los desayunos para colocarla. Tras ella, todas las demás tazas boca abajo, oscuro cortejo, que pondría los pelos de punto a cualquiera, y más atrás un papel pegado con cinta adhesiva a la pared en el que se leía: “Taza, falleció a consecuencia de un impresionante caída de manos de su inconsciente dueña, el día 13 de septiembre del 2001. D.E.P. Sus compañeras y su habitual utilizadora ruegan un café a su salud”
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