El anuncio de que una pareja de amigos nos visitaría este verano, disparó el tiro que siempre mi mujer tiene en la recámara. Pedro, me dijo, debemos cambiar la cortina de la ventana del cuarto de huéspedes. Y cuando lo dijo, infalíblemente, lo único pendiente era instalarla.
Con inevitable presteza bajé al garaje en busca de un pequeño trípode, un nivel, un alicate, un martillo y un par de destornilladores. Trepado ya en el tope de la escalerita, colocaba el soporte izquierdo de la cortina, cuando brotó de abajo del dintel un animalejo, tan pequeño que lo ví, gracias a los correctivos que portaba.
Sus dimensiones eran tan ínfimas que no podía precisar si su desplazamiento hacia mi derecha, estaba articulado por sus patas o sus alas. Pero el mismo, paralizó mi organismo de cualquier movimiento físico externo. Sólo miraba y pensaba. Y lo que pensé, sin titubeos, fue matarle.
Mientras tanto él, en su infinitesimal y constante cambio de ubicación, ya estaba frente a mi esternón. Es decir, que le faltaba la mitad del camino, que le pondría fuera de mi cuerpo, pero no de mi alcance. Y en ese punto, recordé que en el bolsillo de mi camisa, traía una regla.
Era cuestión, pensé, de soltar la herramienta que aguantaba en mi mano derecha, ir con el índice y el pulgar a coger la regla y golpearle inmisericordemente. Sintetizando, serían tres movimientos: Soltar, coger y golpear. Sin embargo, cuándo el primero se gestaba en mi mente, el animalucho se antecedió a mi intención.
Dió un repentino giro hacia mí, pisó un misterioso acelerador y al llegar a la orilla del dintel, se dejó caer frente a mi pellejo, rumbo al suelo. Pero Yo que estaba más cerca del piso y gozaba del beneficio de tener mayor masa y del privilegio de la fuerza de gravedad, también me dejé caer.
En verdad no sé si él llegó primero, pero su físico, tamaño y color les tienen aún vivo y a mi frustrado. |