La mudanza me agotaba física y mentalmente. Es increíble la cantidad de trastos que uno acumula durante su vida. Decidí regalar algunas cosas porque en la nueva casa no había lugar y porque era el momento oportuno para desprenderme de objetos inútiles.
Mientras embalaba mis bártulos, encontré el vestido en una caja vieja. También estaban los zapatos y las medias de seda. Me quedé mirando sus pertenencias sin saber qué hacer. Soledad me espiaba desde un rincón; yo cerré la caja y luego la dejé junto a otros objetos que pensaba descartar.

Para mí no era fácil dejar aquella casa impregnada de recuerdos. Se entremezclaban sensaciones contradictorias que parecían manar de las paredes polvorientas. Por un lado, ansias de comenzar una etapa nueva, por el otro, los temores de abandonar lo conocido.
Pero ya era hora de un cambio de escenario. Seguramente mi difunta esposa estaría de acuerdo, pensé. Un lugar pequeño, cerca de la ciudad.

Soledad se veía triste; hacía mucho tiempo que deseaba irse.
Esa noche, después de cenar, subió al ático y regresó enfundada en el traje de novia de mi mujer. Me pareció una imagen tan grotesca que no pude evitar reír. Mis risas retumbaban en la casa casi vacía. Tuve miedo. Le pedí que se lo quitara, y cuando finalmente el vestido blanco quedó en el piso, descubrí a mi soledad desnuda y triste. Entonces comprendí que estaba listo para dejarla ir. Era el momento de aceptar que yo no era buena compañía.