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Deudas pendientes:
A todos nos pasa. A veces nos quebramos la cabeza tratando de recordar, de momento, un número telefónico, un código postal, las placas del coche, dónde dejamos el celular o las llaves, una cara o una situación determinada.
Apretamos los ojos y nos llevamos las manos a la cabeza inútilmente. En ese momento de necesidad las puertas de la memoria se encuentras cerradas con tres candados y remachadas al mero estilo de la puerta negra.
Sin embargo y de repente, una canción, un aroma o una imagen pueden activar resortes que nos arrojan recuerdos enterrados con un detalle impresionante. En mi caso fueron unos libros. Les cuento:
Una tarde, iba en camino a una junta de trabajo por el metro Tasqueña, al final de la línea 2 del metro de la Ciudad de México.
Sobre la marcha, me avisaron que la reunión se aplazaría una hora y media, por lo que llegaría mucho antes.
Para mi buena suerte, el camino me puso enfrente una librería de viejo, y como estaba muy sobrado de tiempo, no lo pensé dos veces, agradecí el detalle y entré.
Siempre me han gustado ese tipo de librerías, la luz tenue, el olor a papel de muchos años, la textura de los libros usados. Les confieso que nunca he salido de esos expendios con las manos vacías.
Disfruto mucho revisar los estantes, ahí me he encontrado primeras ediciones, libros descatalogados, incluso algunos autografiados, y lo principal, siempre existe la posibilidad de reencontrarme con libros de mi propio pasado, con sus portadas originales, algunos subrayados y con anónimas notas escritas a los márgenes de los textos, nostálgico como soy, casi siempre los compro, y al releerlos, me dejo llevar al momento de abrirlos por primera vez que los tuve en mis manos, donde los leí, en casa, la escuela, de camino a algún lugar, en que banca o a la sombra de que árbol, con quien los comenté, etc.
Ese día casi me fui de espaldas. En un mueble donde estaban acomodadas las enciclopedias y otras colecciones me encontré con tres gruesos tomos que de inmediato reconocí, tomé el primero y aunque el guardapolvo estaba algo maltratado y las hojas amarillentas, en general estaba completo y bien conservado.
A pesar de lo apretado del lugar, había una silla y una mesita para revisar los libros con más calma, me senté y los empecé a hojear, cada página que pasaba, como ya sabrán, me fue llevando muchos años atrás.
Tenía yo seis años, y estaba sentado en el descanso de la escalera mientras esperaba a que saliera de su casa mi abuelo Javier, era domingo al mediodía y en cualquier momento acomodaría su silla con el pantalón arremangado para tomar el sol en sus piernas, un buen auxilio para el problema de reumas que lo aquejaba.
Siempre era bueno ver al abuelo, era cariñoso con nosotros, tenía fruta para ofrecernos y una moneda de cinco pesos cada semana.
Me gustaba estar en su casa, escuchar música en su consola Telefunken, tenía discos de Los Tecolines, Los Cadetes de Linares y una respetable colección de tríos. Siempre había leche con galletas y aunque mi mamá nos pedía que no tomáramos sus cosas, la tentación era a veces irresistible.
Ese día uno de mis tíos, al visitarlo, le regaló tres libros gruesos que dejó sobre su mesa, aproveché que el abuelo estaba en sus baños de sol y la abuela reposando el almuerzo, así que en su ausencia me acerqué a ellos e intenté leer el título: ‘G-R-A-N-C-R-Ó-N-I-C-A-D-E-L-A-S-E-G-U-N-D-A-G-U-E-R-R-A-M-U-N-D-I-A-L’, no entendí y los empecé a hojear.
Recuerdo haber visto fotos de aviones, barcos, tanques, muchos mapas, banderas, insignias y otras que no entendía: detrás de un alambre había personas que posaban tristes, todos muy delgados, algunos descalzos, otros con torsos desnudos y la carne pegada a los huesos, algunos más con tarjes de dos piezas a rayas, los afortunados tenían cobijas, otros gorras, pero ninguno sonreía. Al pie de la foto leí una palabra que no comprendí, así que salí al patio a preguntarle a mi abuelo que era un H-O-L-O-C-A-U-S-T-O.
Extrañado me preguntó dónde había escuchado aquella palabra, le dije que de un libro que estaba en su mesa.
Tomó su bastón, se levantó con dificultad y se dirigió a su sala conmigo de la mano. Al ver los libros abiertos, los cerró y haciendo un esfuerzo los acomodó en lo alto de un mueble, me sentó en su sillón, sacó de su funda un disco de los tres diamantes y encendió su consola, y me dijo que no pensara en ello, que era mejor escuchar música. Después de un rato, regresé a mi casa.
La cosa no quedó ahí, el mismo día por la tarde escuché que mi abuelo hacía varios recorridos al patio, primero llevó una cubeta grande de latón, junto a ella puso su silla, después regresó con los famosos libros, un bote de petróleo y cerillos.
Yo estaba tras el balcón, agachado viéndolo a través del barandal rojo.
Sin pensárselo dos veces, con paciencia fue arrancando las hojas de los libros, las volvió a cortar en dos y las fue depositando en la cubeta, una vez que terminó de deshojarlos, con trabajos dobló las pastas que también acabaron dentro del recipiente.
Les echó un buen chorro de petróleo y al final un cerillo que provocó una llama nutrida acompañada con una columna de humo negro que se extendió hacia un cielo azul sin nubes ni viento.
Recuerdo estar extrañado, no comprendía esas acciones, sentí que algo malo debía haber hecho, que llevó a mi abuelo a tomar esa decisión, nunca había visto algo así, no me animé a preguntar, me quedé agazapado en mi lugar para seguir los acontecimientos.
Se estaban consumiendo los libros cuando se asomó mi abuela y en tono molesto, le soltó su artillería de reclamos, le preguntó por qué de su acción, le dijo que lástima de libros, que así agradecía los regalos que le daban, etcétera.
Mi abuelo ni siquiera volteó a verla, sin quitarle los ojos a la llama que salía de la cubeta, con voz tranquila pero firme le contestó que había sido un error haber dejado los libros a la mano, que ninguno de sus nietos tenía por qué ver las imágenes horrorosas que ahí venían. No supe entonces lo que significaba el holocausto, pero me quedó claro que era debía ser algo muy malo, tanto, que su sola mención mereció la hoguera.
A estas fechas, por supuesto que me declaro en contra de la quema de libros, aunque desde aquella librería de viejo, hojeando los mismos libros después de 42 años me pregunté si aquella decisión tan beligerante de mi abuelo fue la correcta, si no hubiera sido mejor esconder aquellos volúmenes, o regalarlos más adelante o devolverlos a mi tío con una disculpa.
Estaba cavilando en aquello cuando se me acercó el encargado de la librería, me confió que era muy difícil de conseguir los tres tomos juntos y sobre todo en tan buen estado, que, si me animaba, me daría un buen precio, me dijo cuanto e hice un rápido ejercicio de memoria, y si, tenía lo suficiente en la cartera para comprarlos.
No les miento, estuve muy tentado a traerlos conmigo, tendrían un lugar de honor en la biblioteca familiar, pero me lo pensé mejor, por respeto al abuelo y al noble gesto que tuvo al decidir una tarde soleada sin nubes ni viento, convertir en cenizas los libros que contenían aquellas páginas con fotografías que evidenciaban las partes más vergonzosas de nuestra especie pretendiendo aplazar los horrores del mundo a los pensamientos de sus nietos, decidí dejarlos.
Con cuidado coloqué aquellos tomos en su lugar, le agradecí la oferta al dependiente diciéndole que no completaba, aunque en su lugar me llevé un par de libros de Jorge Ibargüengoitia y una edición viejísima de la Picardía Mexicana de Armando Jiménez, como les dije, nunca he salido de esos expendios con las manos vacías.
A manera de terminar de liquidar estas deudas pendientes con el abuelo, les escribo estas líneas mientras me escucho un playlist del Trío los Diamantes que bajé a mi celular en cuanto salí de aquella librería.

Texto agregado el 17-09-2018, y leído por 60 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-09-2018 Muy bueno! me gustó toda la historia desde el principio, aunque disiento de la quema de libros ya que en mi país muchos libros fueron quemados durante la dictadura. Tu abuelo no quiso que de tan jóvenes conocieran los errores y horrores de semejante guerra y fue su decisión, así como la tuya de honrarla. Me gustó. Magda gmmagdalena
17-09-2018 Un excelente y gran trabajo; sé que traerá esa discusión acerca de las decisiones a tomar frente a un acontecimiento como el narrado. Yo opino que quién olvida su pasado esta condenado a repetirlo. Muy buen trabajo en donde la historia fluye tan rápido como aquellas llamas que buscaban destruir algo indestructible como lo es la historia. Saludos desde Iquique Chile. vejete_rockero-48
 
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