ROSAS DE INVIERNO
Subió las escaleras arrastrando su pollera, por los escalones gastados del viejo edificio de la calle Perú. Sus manos sintieron la humedad de Buenos Aires al sostenerse en la baranda de madera. Con dificultad sus piernas hicieron un esfuerzo para llegar al segundo piso y tocar la puerta del departamento de Andrea John, una extranjera llegada no hace mucho al país, quien dormía profundamente a esa hora de la mañana, las nueve para ser más exacto. La despertó el golpe en la puerta y sus pies se deslizaron por el parquet de su amplio departamento, se pregunto quién sería, había olvidado que ese día llegaría Leona, la vieja empleada de don Isaías, viejo millonario que vio nacer a su empleada en la mansión de Palermo. Quien nació, creció y sirvió desde niña a su familia. Antes de morir se la encomendó a Andrea como su más preciado tesoro, le pidió que la cuidara, ya la pobre no era mucho lo que podía hacer.
Andrea estiró sus brazos para despertarse, sus cabellos despeinados, los parpados pegados después de una noche trasnochada. Abrió la puerta, vio aquellos ojos cansados de tanto mirar la vida, invadiendola en una inmensa ternura. Entonces comprendió a Isaías porque se la encargo tanto._ ¡Tu eres Leona! –dijo aquella boca extranjera, al mismo tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus labios. La anciana la miro sin sorprenderse, solo emitió un –Si señorita -y esperó que se le ordenara lo que tenía que hacer.
Sé le destinó un cuarto pequeño, como el que tuvo en la mansión de Palermo. Toda una vida metida en aquellas cuatro paredes con ventanal al jardín, era lo único lindo que tenia, la vista de las plantas verdes que le provocaban una esperanza en la vida, la que nunca llego hacerse realidad en aquellos sueños de chica pobre nacida en la nada. Hija de una mucama engañada que la dejo a los ocho años para partir hacia otro mundo, un lugar de donde no se vuelve y a su edad recién empezaba a descrubrir.Fue así, de repente, que conoció el rostro de la muerte, devorando sin piedad lo que más amaba.
Se quedó así quietita como está ahora en ese cuartito chiquito, viendo como en una vidriera la vida le pasaba a los otros, porque ella solo había nacido para ser espectadora. No tuvo novio porque fue poco lo que salió, se sentía más segura en aquella inmensa casa de gente rica que caminando en las calles de un Buenos Aires atrevido, donde los hombres la miraban, las parejas se besaban en la calle, en los trenes, en todas partes y ella, que hacia allí, ese no era su lugar, era mejor estar metida en la cocina lavando las ollas o pasando el lustre a los finos muebles ajenos, que andar por la calle caminando sin rumbo ,si ni amigas tenia, ni familia donde ir a llorar sus penas.
Isaías era elegante, educado y bien parecido, su presencia impactaba en cualquier lugar que fuera. Era el único que le hablaba. Le preguntaba aquellas cosas simples que tenían que ver con una niña y más tarde con una muchacha, así, a medida que pasaba el tiempo el preguntaba y ella respondía con la simpleza que la caracterizaba, cabeza gacha y una tímida sonrisa que le provocaba el señor de la casa.
No tuvo fiesta de cumpleaños a diferencias de las tres hermanas de Isaías que tiraban la casa por la ventana cada vez que llegaba un nuevo aniversario de su inútil existencia. Era Isaías que cada año le regalaba una rosa a la que guardaba en un libro y así tuvo muchas rosas secas en aquel libro que iba envejeciendo junto a ella.
Los señores de la casa un día se fueron, como lo hiso su madre aquel día en que ella tenía ocho años. Entonces, ella quedaba sola en su casa viendo como los demás despedían a sus seres queridos, ella no podía estar, como hacerlo si era simplemente la sirvienta.
Los años pasaron y el tiempo fue dejando huellas. Los cuatro hermanos quedaron para vestir santos. El amor había pasado de largo en la mansión del barrio de Palermo, como que no se había animado a entrar en aquellas vidas. Fueron ellas las que se fueron a vivir a Europa dejando solo a Isaías en la vieja mansión. Solo, con Leona. Él, en su amplia sala leyendo algún libro para soportar la soledad y ella en su cuartito chiquito observando las plantas verdes del jardín,viendo pasar el paisaje desolado del invierno, o aquellos brotes de primavera que solo parecían revivir en las plantas porque en las personas de aquel lugar ya nada renacía. Don Isaías comía solo en la mesa larga del comedor, ella lo hacía en la cocina. Después el personal se marchaba y la casa quedaba con aquel silencio que lastimaba el alma. Así pasaban los días conviviendo con la soledad.
Aquél día Leona caminaba por el gastado piso del jardín. Cuántos habrán caminado por aquel sendero rodeado de flores. El frio la abrazó y ella cubrió su cuello con la manta, Isaías la miraba mientras cortaba una flor de aquel invierno que parecía no querer irse.-Feliz cumpleaños - le dijo –este año es una azalea no hay rosas. La sumisa mujer tomo la flor, lo miro a los ojos y sonrió.Ese día hablaron mucho, como si en un instante se le fuera el tiempo, supo todo de él y él lo poco que Leona tenia para contar de una vida demasiado simple.
Lo vio caminar cansado, lo acompaño a partir en aquella fría tarde de invierno, en aquella soledad sin sentido en que los sentimientos reprimidos dejaron huellas en los habitantes de aquella casa. Después junto todas las rosas secas que tenía guardado en aquel libro de hojas amarillas con olor a humedad y las dejo entre sus manos. Sé ahogo en lágrimas, no pudo respirar, demasiado tarde para escuchar de su boca aquella tarde de invierno donde el frio te lastima, que no conoció el amor, fue lo último que dijo y se fue en paz, con sus rosas secas entre sus manos.
Ahora está en el cuarto chiquito del amplio departamento, ahora no hay ventanal, ni el verde de las plantas, solo un pequeño ventiluz que deja ver el cielo gris de Buenos Aires.
Es muy tarde, la señorita Andrea comienza a trasnochar en la sala del departamento, escribe una historia que le cuesta continuar. Sus pies siempre descalzos deslizándose por el parquet llegan y se detienen frente a la pequeña habitación de Leona –¿Sabes Leona? No puedo seguir con mi historia, es un cuento, pero no puedo continuarla. Entonces Leona la mira con los ojos del tiempo, tan fina y distinguida Andrea, tan joven para continuar una historia no vivida, se pregunta que sabrá de aquellos personajes. –Señorita, no es usted quien tiene que escribir la historia, deje que lo hagan ellos, si no es hoy, algún día será.
Se quedaron hasta tarde conversando, era la primera vez que Leona no sentía la soledad, podía hablar con alguien de igual a igual.
Apenas unos días habían pasado de su llegada y ya se perfilaba la primavera, comenzaba a sentirse en el aire aquel aroma tan especial, entonses llego la inevitable pregunta -¿Quieres venir conmigo a Londres? No hubo mucho que pensar, un sí como respuesta fue todo. Sintió en aquel momento que ya daba lo mismo, no tenía un país que extrañar porque ni siquiera lo había conocido, ni cuartito con ventanal, ni el verde de las plantas que fueron su nido toda su vida. Ahora todo aquello era un recuerdo, solo le quedaba un libro viejo entre sus manos y una azalea aun sin marchitar.
La señorita Andrea, de sonrisa sincera y acento extranjero, tiene los ojos claros y sus cabellos son rubios, se desliza por el piso de parquet con sus pies descalzos, escribe toda la noche, por las mañanas duerme. Leona le enseño a tomar mate. Después se va dormir para no interrumpir la inspiración de aquella joven escritora.
La señorita Andrea prepara un almuerzo, pone dos platos en la mesa y la invita como todos los días a sentarse frente a ella. Ahora Leona habla de cosas simples, le cuenta alguna historia de vida, de otros, de su época, la muchacha la escucha con atención. Por primera vez siente que la vida la acaricia.
Subió al avión con sus piernas cansadas y sus ojos vieron por última vez el cielo de Buenos Aires. Entonces, antes de que se marchitara en su libro viejo arrojo la última flor que un hombre le regalara.
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