Nada me preparó para lo que me esperaba, esa noche de sábado, cuando llegamos a casa.
Nunca me he considerado una persona violenta, soy más bien de aquellos que hacen mutis al iniciar las grescas campales y buscan un rincón seguro. O si debo andar en metro, prefiero esperar con paciencia hasta que llegue un tren al que pueda abordar sin empujar a nadie.
Para acercarnos al trabajo, mi esposa y yo decidimos vender nuestra casa en las periferias y mudarnos, con nuestra hija pequeña a un departamento en un edificio nuevo, que nos pareció amplio, funcional y bien ubicado al sur de la ciudad.
La compra fue rápida, gracias a la venta de la casa y un ahorro compartido, pudimos casi liquidar el total, dejando solo una deuda cómoda por pagar a mediano plazo.
Estaba acostumbrado a vivir en casas particulares, al principio en la de mis padres y ya casado en la que mi esposa había heredado en vida de los suyos, así que no tenía la experiencia de la vecindad vertical. Al principio no le di gran importancia, y supuse que, siguiendo las reglas de condóminos y las dictadas por el sentido común no tendría mayores problemas.
El edificio se integra por 20 departamentos, 2 por piso y 10 niveles, el nuestro en el noveno.
Nuestra mudanza fue rápida y sin mucho escándalo, el trato con los vecinos era mayormente impersonal, de momento sólo teníamos contacto con la vecina de abajo, una muy agradable señora entrada en años, maestra jubilada y pequeña empresaria, y Jorge, como de treinta años, quien vivía solo en el departamento de arriba.
Comencé a hablar con Jorge cuando un día coincidimos en el estacionamiento, me llamó la atención su coche, un Chevy Nova 78 en muy buenas condiciones que me dijo, le heredó su abuelo.
Le confesé mi afición por los autos clásicos y hablamos de otras cosas mientras fumábamos en el área común permitida, un buen tipo, pensé. Craso error.
Un sábado por la noche, mientras veíamos una película en nuestra sala, comenzó a escucharse música a un volumen cada vez más alto, nos percatamos que venía del departamento de Jorge, al tiempo sonaron pasos de baile en nuestro techo, después de un rato ya no pudimos escuchar nuestra propia televisión. La apagamos, metimos a la niña a nuestra habitación y nos encerramos para tratar de dormir. La tertulia se prolongó hasta las tres de la mañana.
Al otro día, encontré a Jorge en el pasillo y le hice un reclamo bastante amable al que, aparentemente apenado aceptó y se disculpó, me dijo que todo inició con una pequeña reunión que, sin darse cuenta, escaló demasiado, prometiendo que no volvería a suceder. Si, ajá.
Pasaron dos semanas del incidente cuando otra vez tuvo otra reunión, más estridente que la anterior. Esta vez no aguanté, subí pasada la media noche enfundado en pijama, golpeé la puerta y pedí por Jorge, al aparecer, en un tono más fuerte le pedí que por favor le bajaran al escándalo, que había sido una semana pesada y tratábamos de dormir. Con mala cara bajó el volumen, y aunque caminé a mi departamento satisfecho, poco me duró el gusto, al pasar una hora otra vez sonaban las bocinas incluso, más fuerte que antes.
El ritual se empezó a hacerse semanal y después, varios días de la misma semana, de poco sirvieron los reclamos que sin darme cuenta se volvieron insultos, Jorge incluso empezó a hacer sus fiestas en lunes y martes, aparentemente nomás por chingar.
Ahí se descontroló todo, a la siguiente fiesta llamé a una patrulla, cuando llegaron, los policías subieron al décimo piso y trataron de persuadir a Jorge de ser consciente de la situación y considerado con sus vecinos, sirvió como por 20 minutos, en cuanto se fueron volvió a aumentar el volumen.
Mi siguiente paso fue solicitar una reunión de condóminos para plantear el problema, ahí me enteré de que Jorge tenía un problema neurológico recurrente, y que de vez en cuando mostraba comportamientos extraños, que ahora estaba en una de sus fases y tarde o temprano, cuando retomara sus medicamentos volvería a la normalidad.
Eso a mí no me servía de nada, mi familia era la que estaba sufriendo las incomodidades así que pedí el apoyo de los vecinos que, de la manera menos solidaria posible, argumentaron que a ellos casi no les llegaba el escándalo, ni los pasos, ni las risas estridentes, por lo tanto, decidieron mantenerse al margen del asunto, dejándonos solos. Culeros.
Otro día, con mi niña enferma y recién dormida empezó el escándalo. En lugar de subir, bajé hasta donde está la caja de fusibles, sin pensarlo dos veces bajé su switch, quité sus fusibles y le puse un candado a la puertita. Al menos mi hija durmió bien.
A partir de ahí, de manera intermitente Jorge en venganza encendía su maldito aparato, a veces de día, otras de noche, algunas en la madrugada. Y para acabarla, se rodeó de un par de tipos mal encarados que, al parecer, hasta metió a vivir con él.
Sin la posibilidad de llegar a un acuerdo con él, ni el apoyo de los vecinos, ni del administrador del edificio, o de las autoridades, mis opciones estaban muy reducidas. Sólo nos quedaría mudarnos de nuevo, aunque para ello tendría que traspasar mi deuda y recuperar lo poco que se pudiera, sin la seguridad de que, con ese recurso, nos alcanzara para algo. Incluso compré un bate de aluminio y lo puse atrás de la puerta de la entrada, por si acaso.
Estaba con mi esposa revisando los documentos para solicitar un crédito hipotecario que nos sacara del problema (metiéndonos en otro), cuando caímos en cuenta que se cumplían dos semanas sin ‘incidentes’, estuvimos atentos y al poco tiempo nos dimos cuenta de que una anciana entraba y salía de forma familiar del departamento de arriba.
Indagamos. Resultó que la señora era su abuela, quien se enteró que el muchacho estaba en una de sus crisis y decidió tomar cartas en el asunto, yéndose a vivir con él, corriendo a los mal encarados, desconectando el aparato de sonido y asegurándose que su nieto tomara su medicación puntualmente y sin excusas. Santo remedio.
Paz al fin, a partir de ahí pudimos respirar y tranquilizarnos para tomar una decisión menos acelerada y evitar algo que nos resultara contraproducente.
Así pasaron unos meses.
Como les decía al principio del relato, nada me preparó para lo que me esperaba, esa noche de sábado, cuando llegamos a casa.
Regresábamos de la plaza comercial, dimos la vuelta en la esquina y vimos desde el coche que se veían unas luces rojas de la torreta de una ambulancia afuera de nuestro edificio.
Bajé del auto y caminé hacia la entrada, me reuní con los otros metiches que hacían bulto junto a la ambulancia, bajaron de mi edificio dos paramédicos llevando una camilla ocupada por alguien recién fallecido, me acerqué como pude a uno de los paramédicos, le dije que yo vivía en ese edificio y le pregunté quién era el difunto.
Lo pensó un poco, pero al ver mi cara de angustia me dijo que era una anciana del último piso, que al parecer le había dado un infarto después de subir los diez pisos en la escalera, y todo por estar en mantenimiento el elevador.
No lo pude resistir, de mis ojos empezaron a brotar gruesas lágrimas seguidas de un llanto amargo y prolongado. Hasta el otro paramédico me pregunto si era familiar de la difunta. No, le dije balbuceando. Ni siquiera supe cómo se llamaba. Encogió los hombros, aseguró la camilla, cerró la puerta de la ambulancia por dentro y se alejó, junto con mi precaria tranquilidad.
Esa misma noche, mi esposa y yo, después de acostar a la pequeña, resignados a nuestra mala suerte nos propusimos abrir de nuevo el expediente del préstamo.
La verdad no hizo falta. A Jorge no lo volvimos a ver, después de unas semanas llegó un camión de mudanzas que sacaron todas las cosas de su departamento, al otro día unos albañiles entraron y salieron de ahí llevando material, herramientas y pintura. Al otro día de terminados los trabajos, se colocó una lona desde su ventana y un letrero abajo donde se leía con grandes letras rojas, se vende.
Después nos enteramos de que Jorge se puso muy mal por el fallecimiento de la abuela, tanto que fue necesario internarlo para asegurar su recuperación, que de ahí volvería a la casa familiar. No dejé de sentir algo de pena por él.
Colofón.
Estaba en el estacionamiento del edificio intentando encender un cigarro, cuando entró un Ford Mustang azul cobalto 76 que se estacionó junto a mi coche, de él bajo un tipo como de treinta y pico de años, no pude evitar abrir los ojos como platos, el notó que no le perdía la mirada y para disimular dije que me llamó la atención su coche, que estaba en muy buenas condiciones y que yo era aficionado a los autos clásicos.
Sonrió mientras agradecía el cumplido y me dijo que el auto era una herencia de su abuelo, entonces sentí que se me secaba la boca y las piernas me temblaron cuando me dijo que venía a ver el departamento del décimo piso que acababa de comprar.
Se me cayó el cigarro pensando donde había dejado guardado el bate cuando me dijo que ahí vivirían sus padres, que habían vendido su casa en los suburbios, que ahora les quedaba grande, para mudarse a un departamento cómodo, amplio y funcional. Que él vivía con su esposa y dos hijos cuatro calles más abajo y estarían cerca para visitarse a menudo.
Sin pensarlo le di un fuerte abrazo mientras el sorprendido, hizo un gesto de extraño, pero fue cediendo y mientras devolvía el abrazo, me dijo: -caray, que buenos vecinos hay aquí. No sabes cuánto. |