No recuerdo bien la época que se me dio por leer, fue hace un tiempo largo, eso seguro y seguro que de no hacerlo no aparecerían en mí los modelos a imitar, o algunos miedos. Y lo evoco como una escena, a Amy Adams cuando camina sin apuros, con vaqueros ajustados por una vereda casi en penumbras y después le hacen un primer plano en alta definición solo de sus ojos. Letal.
La lectura, según lo veo yo, hace un empleo pulcro del tiempo, lo pliega prolijamente contra la piel, o lo arruga y después lo usa como un gabán con el que defenderse del frío de la travesía de los hechos reales.
Para mí el tiempo sólo sirve para proveer el instante de silencio, todo lo demás es bioquímica, la que se genera al observar los movimientos felinos de una tipa rapaz.
Me obligué largamente a circular por los silenciosos salones de las bibliotecas y los bares de mala muerte, lo hice en busca de intelectuales y poetas sabiendo que se escondían ahí, con un libro abierto para disimular sus siestas. Necesité muchos escribas a lo largo de mi vida, primero para hacer las cosas, después para deshacerlas. Y el sitio para buscarlos eran las bibliotecas, que huelen casi todas iguales. Algo parecido al meo de gatos.
El hallazgo de hojas sueltas, arrancadas, bajo las sillas con tapizados en ruinas creó en el aire una pedante clase social que no necesitaba soñar, pero sí demandaba alimentar sus aburrimientos de alguna manera. Eso puso seguramente de moda leer. De ahí la ejecución de esas vistosas construcciones oníricas.
Desde entonces sentí una oscura desconfianza a la lectura. Comprendí el inevitable choque entre el tiempo y el espacio que se producía en ella. Lo descubrí al oír a alguien decir que cuando buscaba un pasaje en lo ya leído de un libro, lo ayudaba la evocación visual, al saber en qué zona de una página estaba escrito. Astrofísica pura.
Supe gracias a esa confesión involuntaria que era una superposición de irrealidades, de sueños, de escenarios existentes. De obsesiones y belleza.
Un universo en expansión.
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