La vio enfrente esperando que cambiara la luz del semáforo. Carlos se ajustó la corbata. Una muy gruesa, azul, cruzada con rayas finas de colores difíciles de definir. Debía hacerlo con cuidado para que no se arrugara demasiado el cuello de la camisa que le quedaba grande, al menos en esa zona tan visible, la del pescuezo flaco, largo. Ese que sostenía la cabeza de pocos pelos, ojos de miope ocultos detrás de los lentes y el bigote fino y cuidado que tanto le costaba mantener. Su preciado bigotito a lo Clark Gable, el único detalle de vanidad que se permitía.
Rogó para que el viento levantara su pollera, esa que ocultaba las piernas largas y perfectamente torneadas de la muchacha. Las imaginaba rodeando su cuello, su cuerpo. Hasta su voz rogándole más…
¡Respetame! ¡no contestes!
Te vas a acostar ya mismo
y tratá de que no sepa
Que te estás tocando el pito
Y ya que hablamos de eso
El calzoncillo siempre limpio
Un accidente puede pasar
Que el doctor te vea prolijo
Miró hacia ambos lados antes de cruzar rápidamente. Dos veces. Caminó tres cuadras y atravesó la puerta de empleados de su trabajo cambiando el paso para hacerlo con el pie derecho. Marcó tarjeta y como siempre, fue el primero en llegar. El ascensor parecía chirriar más que el día anterior. Preparó café y mientras lo tomaba se acercó al ventanal. Le gustaba ver la ciudad desde allí.
El cielo tan alto, tan inalcanzable y las personas tan pequeñas allá abajo, caminando apuradas, llevando su anonimato quién sabe a dónde, lo hacían sentirse en un limbo de soledad breve, segura.
Sorbió de la taza y el calor empañó sus lentes. Miró la hora y se dirigió a la cocina. Lavó y secó la taza y la cuchara y las dejó en su sitio. Ya en su escritorio, algo lo incomodaba. Volvió a la cocina y verificó que todo hubiera quedado en su lugar.
No dejes que los cuchillos formen cruces
Ni las tijeras abiertas
No tomes agua sudando
Lo mejor es que no sudes.
No te levantes con el pie izquierdo
Jamás un sombrero sobre la mesa
No blasfemes contra Dios
Le va mejor al que reza
El día fue transcurriendo lento. Apático. Desde el fondo del salón, Carlos, observaba como la luz que se filtraba entre las nubes iba cambiando la iluminación del lugar. Un reloj de sol urbano, pensaba. Por la mañana se detenía en la máquina de escribir de Fernández. Resaltaba lo blanco del papel que colgaba del rodillo y apenas calentaba sus dedos rápidos, ágiles, que completaban formularios breves. Luego, acariciaba el pelo de Marta que precisaba volver a teñirse y, ya al final de la tarde, le recordaba a García que debía arrancar otra hoja del calendario perpetuo, no sin antes verificar haber cumplido todas sus tareas del día.
Carlos estiró la mano lo más que pudo antes de que la luz se ocultara tras el edificio de enfrente. Ni siquiera rozó su dedo.
Nunca se sintió rozado por nada.
Jamás un reconocimiento a tantos años de trabajo. Ni una amistad, ni siquiera un amor. Ni un puto amor.
No te remontés
que no sos cometa
el que nace para pito
nunca llega a ser corneta
Con rapidez, la oficina quedó vacía. Los “hasta mañana” se repetían aburridos, cansados hasta los “buen día” esperanzadores, casi alegres de mañana.
Carlos se preparó otro café y se atrevió a prender un cigarrillo.
Dejó la taza sobre un escritorio cualquiera, sacó las manos de los bolsillos sin preocuparse por la ceniza que caía del cigarrillo que colgaba entre sus labios y abrió la ventana. El viento frío que entró hizo volar algunos papeles y lo hizo tiritar.
Se había nublado y la noche pedía volver a casa. Debajo, lentamente la calle se iba vaciando. El último chirrido del ascensor escondió el sonido del cuerpo que en una interminable caída, golpeó contra el suelo.
Carlos, caminó apurado sin siquiera mirar atrás. Era tarde y debía alimentar a su gato.
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