La puerta roja

Estuve encerrado más de cinco meses. Me alimentaba de fruta y de lo que me mandaban mis amigos. Todo comenzó con la idea de morir de una vez. Pero eso de morir no era idea mía, sino de algún enajenado que no sabe más que pensar y pensar. Temen que van a morir, o que sus sueños o realidades morirán.

Tenía que escribir algo importante, al menos para mí, cuando desde el rincón del cuarto apareció una puerta roja. Me levanté y la abrí. Tras ella, un mundo precioso existía. Entré, y al dar un solo paso, un hombre idéntico a mí salió por la puerta. Esta se cerró, y pude caminar por un valle de tierras rojizas. Hombres y mujeres, niños y ancianos, animales y bestias habitaban aquel valle de árboles y plantas de hermosos colores. Un cielo generoso, con un Sol brillante, parecía ser nuestro amable convidado.

Quise hablar con uno de ellos, pero de mis labios no salía palabra alguna. Quise coger un animalillo, pero no fue posible: no tenía manos, ni boca, ni nada. Era tan solo como una pequeña estrella que flotaba en aquel paraíso. Me gustó ser aquello, y me puse a brillar como lo hacen las estrellas.

Desde el fondo de aquel paraíso se escuchó una voz, y todo ser comenzó a acercarse. También yo. Y cuando lo vi, me di cuenta de que aquel ser era yo. Me reí al verle. —¿Eres Dios? —pregunté. —No —respondió—. Soy un hombre. Y no todos pueden serlo. En este cielo llamado ahora.

Me alejé de aquel lugar en busca de la puerta roja. Apenas la vi, salí. Y vi que tras de mí entraba una estrella brillante.