En esa época mi hermana María tenía 7 años y yo 8. Llevábamos ya tres años viviendo en La Quinta, así se llama la finca que queda terminando el barrio del mismo nombre, en Guadalupe, población santandereana. Del parque principal se baja hacia el Norte por una calle de concreto, a cuyos lados se ubican grandes casas coloniales de patio interno (algunas de ellas divididas en dos), con los zócalos, las puertas y las ventanas pintadas, en su mayoría, de verde selva; con antiguas cubiertas de teja española, luciendo en sus fachadas una materas de barro donde las familias más dedicadas conservan flores que refrescan el paisaje. Primero, la calle baja hasta la siguiente esquina, desde ahí sube hasta donde tenía el hotel Marujita García, fallecida hace poco, frente a donde ahora queda el hostal La Quinta Porra. Desde ahí se vuelve a bajar hasta la curva donde termina el pavimento de concreto e inicia el empedrado hecho desde hace años por los vecinos del sector con una donación de la piedra que antes lucían la vías del pueblo, y que fueron reemplazando por el concreto o pavimento rígido, aumentando la sensación térmica del pueblo y suavizando el paso de los carros, las motos y las bicicletas, porque a las bestias les debe dar igual. Ese empedrado es el único que queda y le da a la calle un ambiente ya rural, además a sus lados se sembraron varios árboles que armonizan con él. Siguiendo hacia el Oriente, a mitad de camino antes de que el empedrado finalice y se convierta en una carretera que reemplazó al antiguo camino real por donde transitó el libertador (en cuatro ocasiones); a mano izquierda, se encuentra el portón de entrada a La Quinta.
De La Quinta a La Bañadera, la finca donde vivían nuestros primos Mauricio, Patricia y Carolina, de 8, 7 y 4 años, respectivamente, se baja por un camino en zigzag excavado en la falda de la montaña, se cruza la quebrada de El Palmito por algún sitio cercano a donde antes se encontraba el puente, ahora precipitado completamente sobre las aguas debido a su peso (pues es una placa de concreto macizo reforzado de al menos 30cm de espesor) y a la erosión que la corriente generó en sus estribos con el paso de los años. Desde ahí se sube por un camino que asciende nuevamente, en una línea recta diagonal, desde la base de la montaña hasta encontrar la puerta metálica que da acceso a la casa principal de La Bañadera, de piedra labrada, dos plantas, y sumamente acogedora, sobre todo en su corredor en “L” que bordea los costados sur y occidente de la casa.
El grupo conformado por nuestros primos y nosotros era inseparable. Por lo general, nosotros íbamos de La Quinta a La Bañadera desde la mañana hasta el mediodía, cuando volvíamos a almorzar, y luego regresábamos hasta las horas previas al ocaso, con cierto temor a que nos tomara el anochecer transitando el camino de regreso, que aunque corto, no dejaba de asustarnos, especialmente en la zona del puente. Nos hubiera gustado almorzar con nuestros primos, pero nuestra tía nos obligaba a comernos todo, mientras en casa no pasaba lo mismo; quién pudiera confirmar si esa fue la razón por lo cual nuestros primos crecieron más y no se quedaron tan flacos. De vez en cuando Gina, la tía de La Bañadera, nos preguntaba si nos quedábamos a almorzar, y nosotros consultábamos de inmediato qué era lo que había, y al no obtener respuesta, teníamos que decidir bajo el riesgo de tener que comernos algo que no nos gustara, pero con la ganancia eventual de quedarnos más tiempo jugando con los primos. En los casos extremos ejecutábamos un “plan de fuga” (más improvisado que planeado), que consistía en escaparnos a casa cuando la tía se levantaba de la mesa, pero en ese caso la vergüenza no nos permitía volver en la tarde. El plan de fuga también se aplicaba cuando las horas de juego eran interrumpidas por las órdenes de Gina, disfrazadas de “jornadas” o “planes” para hacer algún oficio de la casa, que por lo general se trataba de rastrillar, recoger y botar en el hueco (un sitio oculto bajo un pequeño talud, en la parte baja del relleno donde se había construido la casa) las hojas secas que caían de los árboles.
Una tarde en que los cinco nos encontrábamos jugando en los alrededores de La Bañadera, la tía Gina propuso la jornada de rastrillar, recoger y disponer las hojas secas que se habían acumulado. Mauricio, Patricia y hasta Carolina, que era la más pequeña, como era costumbre, se dispusieron a obedecer de manera inmediata. Mi hermana y yo, menos obedientes y juiciosos, sumado a que la orden provenía de la tía y no de la mamá, y que no estábamos en nuestra casa, donde normalmente éramos más dados a seguir instrucciones, consultamos la hora. Eran las 4:00p.m., ni muy temprano para ayudar y luego seguir jugando, ni muy tarde para excusarnos diciendo que teníamos que irnos antes de que nos “cogiera la noche”. Nos miramos callados, comprendiendo cada uno que el otro no tenía muchas ganas de hacer oficio a esa hora, miramos a nuestra tía, y fue a María a quien se le ocurrió primero decir que teníamos que irnos ya para la casa, que mamá nos había pedido que precisamente ese día teníamos que regresar temprano.
Rápidamente nos despedimos de nuestros primos, quienes a su vez lo hicieron, de mala gana, claro, pues les quedaba más trabajo a cada uno. A Gina se le notó un poco en el tono su descontento cuando nos dijo:
- Hasta mañana, ojalá no se les aparezca por el camino el Ánima Coy.
El Ánima Coy. Entre los espantos que conocíamos por los relatos del abuelo Saúl, a los que más temíamos eran al Umba, a La Mancarita y por supuesto, al Ánima Coy.
Más conocida como “La Llorona” en varios países de América Central y del Sur, algunas tradiciones la reflejan como una mujer que tuvo varios hijos, pero al poco tiempo de nacer, los iba ahogando y los dejaba a merced de la corriente de las aguas de una quebrada, cerca de donde tenía su rancho. ¿La razón? unos afirman que la mujer había tenido sus hijos con un hermano, otros aseguran que eran hijos de distintos padres y ella no los podía mantener. Cuentan que cuando murió, el castigo impuesto a su alma fue recorrer todas las quebradas, aguas arriba, llorando y recolectando los huesitos de los niños asesinados en un costal que cargaba a su espalda. Al parecer, aún le falta hallar una falange del dedo meñique de una de las manos del hijo menor, y mientras no lo haga, no podrá descansar. De acuerdo a lo que se dice en pueblos cercanos a Guadalupe, el nombre de Ánima Coy se deriva de que el alma pertenecía a una mujer de apellido Coy. En la provincia santandereana de García Rovira, se habla de que las lloronas no son más que las almas de las mujeres que han abortado, condenadas a permanecer erráticas en la tierra por varios años. Que si se escuchan llorar lejos, es porque están cerca, y viceversa; que la oración las atrae, lejos de espantarlas, porque representa consuelo para ellas, y que si se aparece alguna hay que insultarla.
En fin, nos fuimos rápido tratando de no pensar en esa despedida tan particular con aspecto de amenaza.
Pero a los treinta segundos de haber iniciado el descenso por el primer tramo de camino hacia La Quinta, la tía Gina nos vio regresar, coger un costal y un rastrillo, y empezar a ayudar a los primos con toda la energía y disposición posibles. Por supuesto, entre todos acabamos rápido.
Todavía hoy, 31 años después, es usual que la tía Gina cuente entre risas cómo al vernos regresar, se asomó hacia la quebrada y pudo ver lo que bien desde esa distancia se podía apreciar como una anciana con un costal al hombro, recogiendo algo junto a la quebrada, aguas arriba. Tal vez leña.
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