Lucia, la censita, toca la puerta de la última casa que encuestará. Es una de las ocho viviendas que componen los “condominios sociales” de Villa Los Montes.
Ha tenido suerte, siente, porque la mayoría de los entrevistados le facilitó el trabajo y terminará temprano la jornada.
Abre la puerta una mujer mayor, o envejecida, mejor dicho. Tiene una sonrisa anodina y su cabeza se mueve sutil e involuntariamente denotando una incipiente enfermedad de Parkinson. La invitación a entrar a la casa es cordial y cotidiana, como si llenar encuestas y revelar la vida a la burocracia social fuera un hábito.
La censista entra, despliega el cuadernillo sobre la mesa y le explica el procedimiento de pregunta-respuesta con amabilidad.
-¿Cuántas personas viven en la casa?
- Yo y mi hijo nomás. Edson se llama. Él está adentro, en la pieza, pase a verlo mejor- y con un gesto le indica que mire hacia el dormitorio.
Lucía acostumbra realizar su trabajo eficiente y mecánicamente, sin establecer más contacto que el necesario y optimizar su tiempo. Sin embargo, por alguna razón, esta vez acepta salirse del marco de la conversación estandarizada. Mira hacia el dormitorio y aprecia parte de lo que parece una cuna gigante, no entiende, y mira a la dueña de casa con interrogación.
-Mejor vamos a la pieza- insiste la mujer.
Ahí está Edson, tendido de costado en la cama-cuna-gigante, viendo televisión pero no viéndola. Más bien escucha la conversación insípida del matinal, como un mantra, que le mantiene aletargado.
En el contexto de la pobreza y la precariedad, Edson lleva 28 años habitando un cuerpo hemipléjico y su madre lleva 28 años, cuidándolo, aseándolo, alimentándolo y amándolo sin mayores cuestionamientos.
Lucía se estremece, se impacta, se conmueve. Evalúa su vida en fracción de segundos, imagina el sufrimiento de esa familia, cuestiona el mundo…
-Salude a la tía, hijo- dice la mujer- mira, te vinieron a ver, salude pues!
El chico saca la vista de la tele y mira a Lucía, con ojos grandes y lejanos. La madre mira a Lucía. Lucía no sabe que hacer.
-Hola Edson…- dice por fin
No hay respuesta, solo la mirada de ojos grandes y lejanos.
La mujer sale por un momento a ver una olla que hierve en la cocina. Lucía se queda a solas con una realidad desconocida. Pasan segundos interminables. Los ojos grandes siguen observándola, como esperando el código correcto para hacer contacto.
-Hola Edson…-insiste, pero el silencio continúa. Se siente torpe, mil veces torpe. Intenta de nuevo:
-¿Qué estás viendo en la tele?.... ¿te gusta ese programa? ….¡que bonito se ve desde tu ventana! ¡Mira, hay unos pájaros ahí afuera!...
Y algo sucede. Como un manatí dulce y juguetón el chico comienza una secuencia de movimientos laxos y progresivos, logrando sentarse por sí mismo en la cama-cuna-gigante. Lucía espera a ver que pasa. El chico emite un sonido que para Lucía es como una risa rudimentaria. Con esto el vínculo está establecido, siente ella.
En la televisión comienza una canción, y ya en sintonía con la situación Lucía palmea al ritmo. El chico sigue con su risa singular y se mueve al compás de la música. Estira lentamente la mano izquierda -la única que puede mover- blanca y limpia, hacia Lucía y ella estira la suya buscando el contacto. Se tocan. Lucía ahoga una lágrima de emoción, se siente como Adán en el cuadro de Miguel Angel, tocada por la divinidad…
La madre vuelve a la habitación y la censista, desde las alturas y la intimidad de ese encuentro mágico, desciende a la prosaica formalidad de su rol.
Se despide del chico tomando una vez más su mano, la aprieta con delicadeza. Él se queda viéndola con sus ojos grandes y menos lejanos hasta que sale de la habitación.
El formulario del censo termina de ser completado con normalidad y la entrevista concluye. La censista agradece la información, la mujer dice que de nada, se despiden formal y cordialmente.
Lucía vuelve a su casa, y aún siente en la mano la calidez de la mano del chico manatí, y no puede sacarse de la cabeza el fresco de la Capilla Sixtina.
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