Y allí estábamos completamente cansados en las profundidades de una barranca de casi 200 metros de altura, a orillas del impresionante, caudaloso y vasto río rapido, nuestra balsa destrozada por el choque con una filosa roca que no pudimos esquivar antes de caer al fondo del acantilado.
Minutos antes: ¡Humberto, Manuel, Álvaro!, no los veo, grité con desesperación al reponerme de la caída, segundos después cada uno fue levantando el brazo en señal de estar bien. No veía a Álvaro (el Sonora). Con voz suplicante sacando la cabeza del agua de forma desesperada él Sonora dijo: ¡ayuda! ¡ayuda mi pierna no la siento!. Con mucha dificultad lo sacamos entre todos, de inmediato aplicamos un torniquete a la herida sufrida arriba de la rodilla.
Después del incidente nadie habló, el cansancio se había hecho presente, meditábamos, recapitulábamos, no había culpables, nuestro ímpetu y desesperación hizo que no esperáramos un día más a quien iba ser nuestro guía, tres días atrás.
Aún recuerdo al viejo pescador que observaba nuestros preparativos a la orilla del río cuando señaló: el Peljá es muy traicionero, se toparán con aguas broncas siete kilómetros rio abajo. No se aventuren sin Luis “el seco”, espérenlo, nos habría advertido el viejo. Pero hicimos caso omiso al llamado y ahora ahí estaban las consecuencias.
- Pinche Peljá nos ganó, dijo Humberto.
- Ni modo, hoy nos tocó perder, pero le ganamos a Filobobos y Barranca Grande (ríos) en Veracruz, respondió Manuel.
- Que vamos hacer mañana, dijo un preocupado “Sonora”.
- Ya veremos, traten de dormir, que Kanank´ach nos proteja, afirmé.
- ¿Quien es ese güey?, preguntó el malcriado de Humberto.
- Es el protector de la selva lacandona.
Lo sabía porque casualmente días antes había leído un artículo sobre los lacandones. Al calor de la fogata que habíamos encendido con algunas dificultades, recibimos la penumbra de la noche con suma quietud, solo escuchábamos los ruidos propios de la pequeña fauna que anunciaban la presencia de seres extraños en su hábitat.
Al día siguiente tratamos de poner en orden lo que íbamos hacer, exploramos el lugar, por el Norte se alzaba el gigantesco cañón, hacia el Sur el caudal del río continuaba desplazando con auténtica furia, y hacia el Este la espesura e inmensidad de la selva tropical impenetrable.
También nos dimos cuenta del espacio limitado en que nos encontrábamos, Manuel como buen estudiante de geología se había grabado la carta geológica del lugar, señaló que tuvimos suerte en llegar aquí, de lo contrario, la furia del río nos hubiera llevado al despeñadero río abajo.
Estábamos completamente incomunicados, no teníamos señal en los dispositivos móviles, la esperanza de que otro grupo incursionara después de nosotros se disipó. Estábamos acostumbrados al clima cálido, húmedo y lluvioso que predomina en estas regiones, sólo nos preocupaba la herida sufrida de Álvaro.
Anochecía para el tercer día en ese lugar cuando aparecieron de entre la selva un par de lacandones, con cabellos espesos cortados a ras de las cejas, vestidos con calzón muy corto y camisa de manta. El de mayor edad pronunció unas palabras en su dialecto, no sabíamos que trataba de decirnos, dijo algo a su compañero, el cual sacó de su morral unas enormes hojas verdes, las mostró y estiró su brazo señalando a Álvaro. Hubo un momento de desconcierto, volvió hacer lo mismo, pero en esta ocasión se acercó a Álvaro y le señaló su herida. Poco después entendimos que las hojas ofrecidas era un gesto de ayuda para su herida. Humberto empezó a aplaudir y nos unimos a ese aplauso, ellos nos vieron con incertidumbre, rieron entre sí y empezaron hacer lo mismo. Así como aparecieron, desaparecieron entre el follaje de plantas trepadoras, lianas y bejucos. Jamás los volvimos a ver.
Transcurría el quinto día cuando vimos llegar un equipo de salvamento en dos balsas, tras subir en una camilla a Álvaro y darnos a nosotros suero y fruta tropical, indicaron que un anciano les había dicho con precisión en qué lugar nos encontrarían.
Dos semanas después en amena charla en un bar, Álvaro nos confesó que los dos tímidos lacandones lo había visitado la noche posterior, llevándole unas pencas frescas al parecer de sábila, señalándole que untara el extracto de las mismas en su pierna. Aseguró que eso le ayudó para cerrar la herida sufrida. Por supuesto que el incrédulo de Humberto no dio pie a esta narración. ¡Eran almas en pena, hermano!, expresó de manera sarcástica. Todos soltamos la carcajada.
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