Mi reloj despertador ha desaparecido. Permanece siempre sobre el buró que se encuentra a un lado de la cama, pero ahora no está. Supongo que alguien lo ha movido de su lugar, porque los relojes despertadores no caminan, se transportan o desaparecen solos. Ahora es de noche, me inquieta saber dónde puede estar, por la necesidad que tengo de levantarme mañana muy temprano. Lo preocupante no es que no esté donde debía estar, sino que he preguntado a toda la familia sobre su paradero y nadie ha sabido darme razón. ¿Debo entender entonces que desapareció, simplemente?, ¿Qué se esfumó así nomás? Eso es imposible. Los objetos no desaparecen y ya; alguien debió cambiarlo a otro sitio. Me entran serias dudas sobre el posible espacio donde se halla mi despertador y su aparente desaparición; bueno, aparente no, porque no aparece por ningún lado.
Juego un poco al filósofo: si el reloj no está en su lugar cotidiano, es que ya no existe, al menos para mí. Dicho de otra forma: mi despertador está ausente. O a lo mejor se fue de juerga y regresa por la madrugada con unas copas de más (respecto a esto último: ¿cómo es posible que de repente se le ocurran a uno ideas tan disparatadas y estúpidas?). No existir y ausencia son dos conceptos que tienen significados muy diferentes, pero que en este caso se relacionan perfectamente.
Si acepto la desaparición espontánea de mi despertador, podría intentar aparecerlo de la nada, regresarlo de donde quiera que se encuentre, como si fuera yo un gran mago, como Houdini o cuando menos David Copperfield, un prestidigitador capaz de con algunas palabras misteriosas y ciertos pases mágicos… ¡puff!... reaparecer mi reloj. Pero no, no soy mago ni ilusionista ni nada; sólo estoy desvariando por mi ansiedad y angustia por encontrar el mentado reloj despertador. Hasta que lo encuentre, seguiré lamentando su desaparición y utilidad. Y si nunca aparece, tendré que aceptar su ausencia y no existencia, al menos para mí.
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