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La edad de la punzada



De todas las mujeres hermosas que hay en el mundo, que no suman más de mil, a nuestro personaje le tocó una durante doce horas divinas.
“¿Qué voy hacer? Tengo suerte”.
¡Vaya maldito! Pero tiene razón. Necesitó de mucha estrella para tener en sus manos mundanas de vil gerente de quinta, las nalgas de primer mundo de Elena. Pero todo, todo, fue una de esas jugarretas del tal destino; esa telaraña que nos tiene atrapados sin tener idea de por qué.
Y como me toca contarles esta increíble -pero cierta- historia, comenzaré no por el principio, sino en un día cualquiera del futuro inmediato, en un restaurante de los tantos que hay en esta ciudad.
Dos parten carne cocida, dato que a decir verdad no tiene la más mínima importancia en la historia, pero tengo que justificar mi papel de narrador. Uno, es el personaje de este relato, que para fines de seguridad nacional, obviaremos su nombre. Nada más les diré que pasa de los cuarenta.

“La mejor forma para describir a Elena es con una frase: tiene las mejores nalgas del rumbo. Si hubiera un concurso nacional no ganaría, tampoco es para tanto, pero sí quedaría entre las diez primeras. Dicho lo fundamental pasemos a lo esencial: es de estatura pequeña, güera lacia artificial, busto regular tirándole a chico y tiene 24 años. El hecho es que Elena ha estado, por decir lo menos, demasiado amable. Si no fuera porque creo estar volviéndome loco, diría que me está coqueteando”.

Nuestro hombre en cuestión interrumpe la plática de fútbol y se pone serio. Su acompañante nota algo raro.
-Creo...-hace una pausa como de tono dramático tipo telenovela-. Creo... –insiste en su acento exagerado-, que le gusto a Elena.
El amigo lo ve sin hacerle caso, se rasca el cachete como preguntándose ¿qué Elena?
-¿Qué Elena?
-¡Elena! –le respinga como si todos supiéramos de la tal Elena.
-No conozco ninguna.
De repente el amigo se acuerda de una tal Elena. Está ahí en la propia oficina, sólo que en otro departamento.
-¿Te refieres a Elenalgotas? -bueno, así es como le dicen: Elenalgotas. Ya les dije por qué. Es de esas clásicas chavas que no le hacen caso a nadie pero que al mismo tiempo son alegres y simpáticas. Usa pantalones ajustados para que todos nos demos cuenta de su gracia y se nos antoje lo imposible. Así que en una de esas, surgió el mote-. Mi querido y fino camarada –ya aquí notaron que el amigo está dispuesto a burlarse-, estás completamente loco, jodido y pendejo. Elenalgotas no se fija en tipos como nosotros y además ...
-¿Qué? –obviamente esto lo expresa nuestro protagonista como enojado, como desilusionado, como si no supiera él que se trata de una locura.
-¡Carajo! Le llevas como veinte años...¿No?
“Pues no veinte pero sí diecinueve, que para el caso es el mismo. Yo que iba por un consejo, acabé peor. Y no sé qué hacer porque, de verdad, Elena me coquetea”.

Perfecto. Vamos a suponer que efectivamente una mujer joven y buenísima se fije en un hombre maduro. ¿Pero éste? Además de los cuarenta y pico, no tiene algún atributo físico. Ni es atlético, ni peina canas, ni fuma pipa, ni tiene barba. O sea como nos han dicho en las películas que debe ser un cuarentón. Es de vil clase media y sin nada especial. Tampoco es millonario, y como a todos en este país, le va mal. Educado, endeudado hasta la médula, buena gente eso sí, trabajador. ¿Pero en eso se fijan las mujeres excesivamente buenas? ¡Verdad que no!

“Elena entró hace como cuatro meses y como estoy encargado de todo lo que tiene que ver con el reclutamiento del personal, su jefe me la presentó. Traía una blusa blanca y un pantalón pegadísimo. Resultó experta en computación”.

Así la conoció y pasaron, como ya saben, cerca de cuatro meses antes de la dichosa comida. Pero previamente de eso hubo serios indicios. Un saludo por aquí, una sonrisa por allá, encuentros en el elevador, en la salida o entrada de la oficina y para ser sinceros, Elena siempre lo trataba con cierta familiaridad y confianza.

“En una ocasión coincidimos en una comida y una de las secretarias me invitó a sentarme.
-¿Ya conoce a la ingeniera? –refiriéndose a Elena.
-Sí, claro que sí. ¿Cómo está ingeniera?
-Elena. Díganme Elena. Ingeniera no se oye bien.
Traté de no parecer muy estúpido con mis preguntas y en algunas ocasiones logré
sacarles una sonrisa a todas. Dos secretarias, la asistente de Elena y ella. Vino, quién sabe de dónde, el rollo de los astros y los signos. Cada quién dijo el suyo y sus características.
-Los nuestros son compatibles –me aseguró Elena.
Y ése, para mí, es un indicio”

Dejémoslo en que sí.
Conforme pasaron los días y después de la comida con el amigo, el hombre se dio cuenta que era una tontería; que simplemente Elena era buena onda, que por alguna razón le cayó bien y punto. Hasta ahí. Nada más.
Pero...

“Un día por fin se descompuso la computadora. Bueno, en realidad no fue así. Resulta que como inventan cosas cada semana, Elena llegó a mi oficina para darme la buena nueva que había que cambiar el aparato y por lo tanto reconfigurar todo, lo que significaba que debía respaldar mis archivos. Después de explicarme lo que tenía que hacer, le hice otro comentario gracioso.
-Ves, y acabo de ganar un viaje a Orlando.
Le expliqué que estaba en Internet y que de repente apareció una ventanita, le hice clic resultó que gané el viaje.
-¡Felicidades! ¿Y con quién vas ir?
-Pues...-está bien, aquí entró la duda. Como que no vi conveniente decirle que iría con mi esposa y mis tres hijas, que no conocen Orlando, ni Disneylandia, ni nada-, ya veré.
-Si quieres te acompaño.
Y ése, por favor, sí es un indicio”.

Aceptemos que sí. Pasó que ella lo comentó como en broma y él lo tomó en serio. Ambos se rieron, pasaron un rato hablando de otras cosas y ella en una de esas, mencionó una fecha.

“Sí, esa fecha me impactó. Cuando ella entró a la primaria, yo empecé a trabajar en esta compañía. Me acababa de recibir y ella apenas empezaba a leer y seguramente, veintitantos años después, ella gana más que yo”.

Como fuera, planeó el viaje.
“Opté por tres cosas: una, no decirle nada a mi esposa. Dos, no hacerle caso al viaje a Orlando y tres, cambiar Orlando por Acapulco, pero en un buen hotel y en los mejores restaurantes”.

Hizo lo posible por encontrársela. Y lo consiguió en el elevador. Se saludaron, ella le preguntó por la computadora, él no le confesó que algunos de sus archivos no eran compatibles con la nueva versión por lo que tuvo que rehacerlos toda una noche.

“Esperé a que ella hiciera mención del viaje”.
-¿Y Orlando?
-Qué bueno que lo mencionas. ¿Fue broma eso que aceptabas?
-No.
“Ese me dejó helado. Bueno, a decir verdad no es la palabra adecuada; más bien me calentó. Lo que pasa es que lo dijo con una nobleza tan especial, tan provocativa, tan sincera...”
-¡Qué bueno porque nos vamos a Acapulco! –dijo el hombre con mucha seguridad y hasta don don de mando.
-Eso me parece mejor –respondió Elena con cierta alegría.
“Y ése, digan lo que digan, es otro indicio”.

El amigo siguió fregándolo con aquello de Elenalgotas, se burló porque su equipo
no fue a la liguilla y...
“Me daban ganas de decirle que me iría con Elena a Acapulco y que disfrutaría de ella como él ni nadie lo habría hecho. Pero no se lo comenté. No me creería”.

Y no se lo señaló porque ella canceló el viaje dos días antes.

-No creas que me rajo. Al contrario. Pero mi hermana se va a recibir de psicóloga y no me acordé que era este sábado. Sorry. ¿Me perdonas?
“¿Quién puede resistirse a un tal ”.
-No hay bronca –contestó como si no le importara y sin decirle que ya tenía los boletos, la reservación y todo el plan-, ya será en otra ocasión.
-¡Qué bueno que no te enojas, porque no soporto papelitos! Oye...-y ese sonó como si fueran los mejores amigos del mundo, como si no hubieran barreras de edad, de físico, de puesto, de salario-, te cambio el viaje por una ida al cine.
-Pero tiene que ser hoy –y el hombre pareció como si tuviera el dominio de la situación.
-Ya vas.

La miró irse rumbo a su oficina y notó tres cosas: que su peinado estaba sin un cabello de fuera, que traía una mochila de esas que usan las muchachas modernas (un dato que tampoco importa pero justifica la imagen apetecible) y que sus nalgas se movían como la mejor sinfonía de la historia. ¡Válgame Dios!
Fueron al cine, comieron palomitas y tomaron refrescos, y Elena y él se dieron la mano. Después se dieron un beso, después fueron a un hotel y después pasó todo. En total doce horas maravillosas.
Su esposa no sospechó nada, a pesar que ya saben que las esposas tienen como diez sentidos más que los mortales comunes, porque su esposo siempre había sido fiel, y porque la verdad, era un tipo tan cotidiano, que si la mujer hubiera sabido que estuvo con Elena, seguramente ella misma lo hubiera felicitado.

“Imaginen tener las mejores nalgas del rumbo para mí solito”.
¡Pinche suertudo!
Pero...
Toda esta felicidad iba a terminar y una historia de ésta, además de increíble, pero cierta, tenía una razón. Una mujer así no se fija en un hombre como ése, nada más porque sí.




Más o menos dos años antes que tuvieran esas doce horas envidiables, Elena estaba por terminar la maestría y él quedó congelado en su trabajo. Aspiraba a una subdirección, pero le ganaron el puesto y se quedó en la misma gerencia que tenía tiempo atrás y con la que conoció a la mujer maravilla.
Abatido, enojado, triste, se sintió mediocre, sin ganas de nada. Sus hijas, ya creciditas, no le hacían tanto caso como de niñas, tenían novio y su propio mundo. Su esposa estaba en el espasmo pre-menopáusico donde no quieren saber nada de sexo y están aburridas de ser siempre amas de casa y buscan escapes en cafeterías, juegos de barajas, infusiones naturistas, libros de superación personal y cursos de macramé.
Una vida sin chiste, como la de la mayoría de quien ha luchado por algo y se quedó a medias, justo a los cuarenta, y sin más perspectiva que acabar de pagar una casa y esperar que las hijas terminen la escuela y que no se casen con un cabrón.
Una vida sin emociones que transcurre en una rutina donde pocas veces hay un cambio y se procura una existencia simple. Eso es lo cotidiano. De ahí que casi siempre uno es el espectador de lo que hacen unos cuantos. Los días pasan y se cumple con aquel ciclo biológico tan conocido: nacer, crecer, reproducirse, envejecer y morir. En medio de ello, la escuela, boda, enfermedades, trabajo. Al hacer el recuento, se queda a deber. Pero basta de falsedades. No estamos aquí para retratarnos. Estamos para averiguar por qué un hombre como cualquiera se convierte en protagonista de una historia con una mujer de las que hay pocas. Una mujer que, sin embargo, también está condenada a ser, tarde o temprano, una espectadora más.
Así, en ese panorama tan sombrío pero tan real, apareció en la vida de nuestro hombre afortunado “La edad de la punzada”, una página de la Internet hecha para los cuarentones, donde hombres y mujeres intercambian recuerdos, canciones y pláticas, en un chat.

“Yo entré por curiosidad, porque no tenía nada qué hacer y me encontré con muchas personas que como yo, estaban hartas y solas”.

Dejemos las justificaciones para después. De lo que se trata aquí es de entender por qué una mujer buenísima le dio sus inimaginables nalgas a este hombre.
“La edad de la punzada” tiene un promedio de 80 a 100 visitantes diarios, casi todos cuarentones, donde entre susurros, uno puede encontrarse gente de muchas partes del país y una que otra del extranjero. Se intercambian fotos, se mandan canciones, se envían postales y hasta se hacen noviazgos de mail y hay cibersexo.

“No hay mucho cibersexo”.

Una confesión pertinente pero inútil después de saber lo qué pasó.
Sigamos. Después de probar ese chat, mucha gente se aficiona a tal grado, que todos los días a la hora convenida, se encuentran los mismos y se hablan como si estuvieran en un bar o una cafetería. Así nuestro hombre llegó a ser popular y hasta importante cuando le tocaba el turno de ser el anfitrión.

“¡Está bien! Para tu rollo moralista. Fueron momentos donde me desahogaba de tanto rollo. Ahí me sentía libre de hacer y decir lo que quería y tenía varios amigos y amigas”.

Pero no crean que ahí está todo.
Un ejemplo es Rubí48. Una mujer que un día despertó de ese letargo que da una presencia sin ser nadie. Rubí48 resultó ser novata en esto del chat, confesó 55 años, ser delgada, muy normal. Se describió como buena onda, ama de casa y viuda.

“Trataba de adelantar todo mi trabajo, que como ya dijiste estaba congelado, para justo a las seis de la tarde, abrir la página. Primero era un saludadero, darle la bienvenida a los nuevos y captar más y más gente. Llegué a ser tan hábil y a conocer tanto de esto, que ya sabía los trucos para hacerle plática a todo tipo de mujeres”.

Esto animó tanto a nuestro hombre que le cambió su semblante, su humor y como varias veces se quedó muy caliente por las pláticas, hasta su esposa lo notó diferente. Este hombre que en un lugar podría pasar completamente inadvertido, de aspecto serio, muy tímido, en su salón del chat era atractivo, chistoso, inteligente, comprensivo, ingenioso. Se convirtió en un total manipulador.

“No sé, la verdad, pero fácilmente llegué a conocer como a cien mujeres en un año. No exagero. Claro, no en persona, pero sí en el chat, y me hice su amigo, su confidente, su amante. Mujeres de todo tipo, pero ninguna especial. Nada del otro mundo, pero amigas cariñosas y sobre todo olvidables, al fin y al cabo”.

Llegó a ser tan fuerte esto del chat que en una ocasión, estando de vacaciones de Semana Santa, el hombre pretextó cualquier cosa y se metió cuatro horas a un cibercafé.

“Lo que es el destino. Únicamente eran tres días de vacaciones con la familia y en lugar de estar con ella, me fui al cibercafé. Nunca supe por qué. No creí que mi adicción llegara a tanto. Según yo, podía controlarme, pero ese día, desde que desperté, me dieron enormes ganas de ir al chat. Así fue como conocí a Rubí48”.

Ya saben lo que es el destino, esa enorme telaraña invisible que nos tiene a todos atrapados.

“Estaba en el chat, no había mucha gente, eran como las tres de la tarde. A esa hora la mayoría trabaja y en vacaciones, es raro que se entre. Saludé a dos o tres conocidos, platicamos de las novedades y en eso llegó Rubí48. Como anfitrión la salude, pero me di cuenta que algo diferente había en ella. Esa vez platicamos cerca de dos horas, nada especial, nada candente, simples frases. Nos dimos cuenta que coincidíamos en muchas cosas y que también necesitábamos emociones en la vida. No sé por qué, lo confieso, pero esa mujer, mucho más de diez años mayor que yo, me atrajo, pero no crean que fue atracción física o enamoramiento; nada de eso”.

Es muy sencillo de entender. Es como el tigre que caza al conejo y no se lo come. Es la sensación de atrapar a alguien, de hacerla suya a como diera lugar.

“¡No mames! Simplemente había algo.
Como me había dicho que no sabía mucho de esto, pues no creí verla de nuevo. Pero una semana después de aquella tarde en el cibercafé, regresó al salón”.
-Hola
-Hola
-¿Eres tú?
-Sí. ¿A quién esperabas?
-A ti
-Pensé que ya no te encontraría
-Tardé mucho en agarrarle la cosa a esto. Me daba pena decirle a mis hijos que me explicaran.
“En fin. Así continuó toda la cosa”.

No es tan fácil. La “cosa”, como la califica nuestro hombre, fue más allá.

“Está bien. Algo hay de eso. Tenía cinco años de viuda y sin sexo”.

Si es cuestión de cuentas, ahí van: Rubí48 tenía 55 años, 5 de viuda, se casó a los 31, una hija y un hijo, y solo un hombre en más de medio centenar de años de vida.

“Como muchas mujeres”.

Se casó virgen a los 31 años y le fue fiel a un esposo que le dio casa y tranquilidad.

“Por eso necesitaba emociones”.

Durante varias sesiones en el chat, en los susurros y en los mensajes, nuestro hombre trabajó, en el mal sentido de la palabra, a Rubí48, y ésta cayó redondita. De aquellas pláticas de poesía, de películas, de canciones, de política, pasaron a intimidades. Durante varias semanas, el hombre la abordó de tal manera que Rubí48 hizo lo que absolutamente nadie hubiera pensado de una mujer como ella: Compró una cámara digital y se desnudó frente a la mirada del hombre quien vio como tocaba su cuerpo y se provocaba un orgasmo.

“Un orgasmo como que nadie le había hecho sentir”.

Un orgasmo sí, pero cuando estaba en pleno trance sexual, su hija entró al cuarto y la vio masturbarse.
Dos días después, Rubí48 se suicidó por vergüenza.

“Yo no tuve la culpa”.

Bueno, esta historia ya se complicó.
No seré yo quién juzgue a este hombre. Allá ustedes si lo creen o no culpable. No me quiero desviar de la historia. El hecho es que un año después del suicidio, Elena por fin encontró al hombre. Al hombre que según ella, había matado a su madre.
Lo persiguió por mar y tierra, que en estos terrenos significa escudriñar en toda la Internet y gracias a sus conocimientos en computación, logró identificar qué computadora estaba conectada a la de su casa cuando su madre tenía un romance sexualmente cibernético.
Elena cazó al hombre.
“No solamente tengo las mejores nalgas del rumbo”.

¿Qué como acaba la historia? Bueno, después de aquellas doce horas con Elena, el hombre quedó prendido, igual que un año antes Rubí48 de él. Ya no se repitió la sesión. Acabó corrido por acoso sexual, condenado al silencio, condenado a nunca más en la vida volver a ver a Elena y a disfrutar de sus atributos, condenado más que nada, a no olvidarla. El hombre vive pues la edad de la punzada, esa que nunca se repite, esa que cuando toca, provoca un dolor indescriptible justo donde cala y que hará que su vida sea nuevamente tan simple como la de los demás.
No conoceremos qué pasará después. Tal vez algún día Elena esté satisfecha. Eso, la verdad, no lo sé. Lo único que quise demostrar es que una mujer tan buena como Elena, no se fija en un hombre cualquiera nada más porque sí.



Leonardo Schwebel






















Texto agregado el 27-05-2003, y leído por 600 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-07-2004 muy largo para una pagina de este tipo, pero muy buena...es un gran texto, besos. lorenap
 
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