¡Qué ganas de tomarte por los hombros o la cintura, acercarte a mí, y besarte en la boca! Hacerlo tiernamente o con suavidad, o a la fuerza, aunque forcejearas. De ambas formas me gustaría, quisieras tú o no. Es que la punzada del deseo a veces me gana y tengo que hacer un esfuerzo enorme para reprimirla, sin importar el dolor intenso que se me viene en el bajo vientre por causa de ello. Pero eso, ¿a ti que te importa?... Tú estás muy digna en tu castillo, metida en tu papel de reina ofendida, cuando en la discusión de ayer, no hubo en mis palabras ninguna ofensa, sino sólo constatar el hecho de que, con algunas de tus actitudes, también lastimas.
Has interpuesto barreras, muros, diques y no se cuántas defensas más, para que no logre llegar hasta ti; sin embargo, no han de servirte de nada, porque el amor que mi corazón te profesa no sabe de esas cosas; así que hago caso omiso de tus desplantes y me mantengo a la expectativa, a la espera de que tu corazón se ablande un poco y me deje entrar de nuevo al tuyo, sin tantos reparos. El amor y el deseo, son un par de pesos pesados, quizá más fuertes y poderosos que Casius Clay, a quien allá por los años sesenta, odiaba por sus desfachatez y boconería, pero al cual terminaba reconociéndole su calidad y tremendo golpeo. Casi todos sus oponentes terminaban noqueados; así yo.
Por supuesto que esta perorata es un reclamo que tú no conocerás, pero que dejo aquí, para rumiar a solas mi estropeado amor y mi persistente deseo por ti.
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