Casi terminaba de cruzar el tramo de la ninez cuando sonó a mi espalda la frase, de que un banco podía 'frizar' un depósito. Y por supuesto que a esa edad no tenía los recursos necesarios para manejar el símil. Tampoco, el dominio de los fundamentos de la técnica de la refrigeración. Y menos la seguridad de que el tiempo me pondría a esas alturas.
Luego, la complejidad de lo que llamamos tiempo, una tarde tropical me puso a la izquierda de una hija de dos años, dentro de un aeroplano que se movió por encima del océano atlántico, remarcando los bordes orientales de américa del norte. Dos horas más tarde y de impresionante manera, ví la nave torcer veinte grados hacia el interior del continente, que me mostraba una ciudad 'infinita'.
Una vez establecido en élla, con el primer puño de plata que gané, me fui a la primera institución de ahorros que encontré. Al llegar me sorprendió que la fila partiera del exterior del edificio, para luego internamente subdividirse en ocho ramales que desembocaban en una múltiple batería de cajeros. Resultando todo en un tedio de cuatro horas de espera.
Cuando pude completar la cifra de cuatro mil dólares, me conformé con llevar en mi cartera una tarjeta de débito. Pero bajo el compromiso de no tocarla, excepto en el caso de estar en una situación extrema. Y fue así por un largo tiempo. Entonces tomé la decisión de ingresar más al interior del territorio, hasta que encontré un pueblo de vida apasible.
Mi desplazamiento conllevó gastos que me forzaron a tocar el haber que 'dormía' en las arcas de aquel banco. Pero ¡vaya sorpresa! tendría que telefónicamente, constactar un agente que verificara mi identidad. Lo cuál fue una intensa batalla verbal que tuvo que desencadenar en la confirmación de que el 'ladrón' no era yo. Ya que la noticia fue que sólo me quedaban ochocientos dólares.
Porque el famoso banco, con un nombre y dos apellidos, se había estado acreditando una cuota quincenal por razones muy propias suyas, tendientes a arrojar en mi contra, el saldo referido. Indefenso corrí a una tienda de segunda para adquirir lo máximo posible con 'mis restantes ahorros'. Hasta que me quedaron sesenta billetes de uno. Apto seguido le ordené a un cajero automático que me los devolviera, pero sólo lo hizo con cuarenta, porque había que pagarle al dueño de la máquina, al de la tienda y al banco que procesaría la transacción.
Finalmente fui acusado de estafa por haber dejado sin fondos 'mi cuenta'. Y justo ahora sé que la frase que en mi ninez oí a mi espalda, se mantuvo conforme el campo de la refrigeración, pero con un ligero cambio de verbo: el banco no 'friza' la platita, sino que la derrite. |