Los mejores días de la semana son aquellos que con los pies apuntando hacia el sur y/o al oeste, sin importar si es en mi cama o en tu cama, despertamos antes de las alarmas para reír un buen rato durante la mañana, saboreando algo más que las mismas palabras que ya viven entre las que se acercan a medir el espacio que sobra entre una boca y otra para hacerse un hogar bajo la cálida vecindad de una respiración que no se cansa.

Habían canciones dentro de las arrugas de las sábanas. Miradas en la copa de las pelusas de las frazadas. Enormes historias que se abrirían de páginas a los viajeros de los tantos paraderos que nos separan, con tapa dura como techos bajo la lluvia, empastados entre las costillas y la cicatriz que cruza mi espalda mojada.

Aprendí a leer por octava vez aquellas estrofas escondidas. Aquellas esdrújulas del desvelo con algo de alcohol en el cuerpo. He ido aprendiendo el Braille de tu ropa, de tu cuerpo, y cada día que pasa quiero romper esos recuerdos y volverme ciego, ciego porque quiero vivirlo todo de nuevo. Me volvería loco y ciego traduciendo tus miradas. Tus encuentros. Pero el tiempo avanza y tú descansas. Al menos eso espero.

También había esperado el agua caer del cielo para reescribir estas palabras. Acá están. Son para ti y para nadie más. El agua las transporta desde el puerto a la ciudad capital. Y sé que no es mucho decir que estás tan aquí, como yo estoy tan allá.