Durante muchas noches solitarias, plagadas de penas y sinsabores, escribí versos dolidos y tristes llenos de desamor, de fracasos. Era yo muy joven. Llené de poemas páginas y páginas de un viejo cuaderno, que llegó a ser casi parte de mi propia piel, pues lo llevaba a todos lados conmigo, como si fuera mi sombra. Cuando lo llené y no hubo espacio en sus hojas para escribir más nada, lo guardé celosamente en el último cajón de un antiguo escritorio y lo olvidé.
Pasó el tiempo, años quizás, cuando lo volví a encontrar al abrir casualmente el cajón del desvencijado escritorio donde lo había guardado. Estaba ahí, mustio, callado, fiel, como si todo ese tiempo me hubiera estado esperando. Abrí sus páginas y lo leí con interés y emoción. Terminada la lectura, comprendí que mi percepción sobre lo escrito había cambiado, que todos los poemas plasmados ahí no tenían ya ningún significado importante para mí. Entonces, decidí lavar todas aquellas viejas congojas y lo hice literalmente. Llevé el cuaderno al grifo del agua y lo metí bajo el chorro; lavé y tallé sus hojas, hasta que no quedó nada en ellas, mis antiguas penas se fueron por el drenaje convertidas en una mezcolanza de agua y tinta.
Puse mi viejo cuaderno a secar al calor del sol, ilusionado con la idea de que una vez seco, en sus hojas desvaídas y arrugadas, podría escribir nuevos versos que ya no hablaran de penas ni ilusiones rotas, sino de esperanzas, de sueños por realizar, de voluntad, de amor correspondido; y darle a mi viejo cuaderno, como la vida me la había dado a mí, la oportunidad de empezar de nuevo…
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