Estaba tirada en el suelo, parecía un corte de tela. La levanté, la extendí y la examiné. ¿Qué curioso?, me dije: es una falda. Miré entonces a uno y otro lado de la calle buscando a la dueña. Como no vi a nadie, la doblé y la guardé.
Una semana después pasé por el mismo lugar y curiosamente encontré el mismo corte de tela. Lo levanté. Sí, era la falda. Mismo color, mismo diseño, misma textura. Extrañado, la guardé pensando llegar a casa y compararla con la otra.
La otra, sin embargo, había desaparecido. "Qué tontería", me dije y arrojé la falda en cualquier sitio. La falda cayó encima de mi gato y el gato saltó como si le hubieran echado lumbre.
Una semana después casualmente pasé por el mismo sitio y nuevamente encontré la falda. Sí, la misma falda. En casa sin embargo la otra falda había desaparecido.
Medité entonces un poco y sospeché una broma. No entendía bien quién ni por qué, pero sí cómo podría salir de dudas: esta vez guardé la falda en mi portafolio; la deslicé entre mis papeles e incluso la coloqué entre dos hojas en blanco como un objeto importante; luego saqué un veliz del clóset y metí el portafolio en el veliz, el veliz lo cerré a dos llaves y luego lo deslicé bajo mi cama. Así frustraría cualquier intento por sustraerla.
Al otro día, empero, la falda había desaparecido. Hice mil conjeturas pero no llegué a ninguna conclusión. No sabía qué pensar. Era insólito, fuera de toda lógica.
Ese mismo día no sin cierto temor acudí al mismo sitio. Buscaba aclarar el asunto. Pronto, sin embargo, me desengañaría. El lugar estaba totalmente cambiado, en remodelación, quiero decir. Había montones de tierra y agujeros por todos lados, además de materiales de construcción y obreros y un sinnúmero de camiones de volteo y revolvedoras y otras máquinas desplazándose por aquí y por allá.
¿Qué pasaba? ¿Qué debía de hacer? ¿Dónde estaba la falda? Desilusionado, no tuve más remedio que desistir, dar la vuelta y regresar a casa.
Naturalmente el camino estaba plagado de escombros. Salté un tubo pisé una piedra rodé y caí de costado, golpeándome fuertemente la cabeza. Perdí el conocimiento pero me repuse. Pasó el tiempo y la vida siguió su curso, curiosamente al lado de quien tiró de mí cuando perdí el conocimiento y antes de que me arrollara un camión de volteo. Con ella tuve dos hijos y con ella viví los mejores años de mi vida, hasta su muerte, muchos años después.
Luego la vida me llevó a nuevos escenarios y éstos a otros, así sucesivamente hasta que un día de visita en casa de uno de mis hijos, y sentado delante de dos de mis nietos, en la sala de su casa, escuché decir la palabra “falda”. Mis nietos se habían encontrado una “falda”. La “falda” estaba en el lomo de un gato.
¿Qué ocurrió? ¿Qué pasó en mí?
Un shock emocional. Un río de recuerdos. Dolor. Vacío. De repente sentía un incontenible deseo de caminar. Interrogué a mis nietos. Pedí detalles. Repasé cada uno de ellos. Me sentía ofuscado. Confundido. No pude explicar mi interés. Finalmente tuve que recostarme y descansar un poco para tranquilizarme. Momento que aprovechó mi nuera para llamar a mis hijos. Mis hijos llegaron y hubo preguntas, ajetreo y mucha confusión. Les conté la historia. Mis nietos la suya: la de la falda. Ellos la habían encontrado adherida al lomo de un gato. El gato saltaba como demonio y ellos se la quitaron. Su madre la tenía ahora.
Pedí verla, mi nuera la buscó, puso patas arriba toda la casa pero no estaba. Ya no dije más. Me levanté. Todo entraba dentro de cierta consecuente lógica. Una especie de llamado. Lo único factible en ese momento era yo y mi irreprimible deseo de volver a aquel “sitio”.
Por consiguiente tomé mi chaqueta, di las gracias y me dirigía a la puerta. Mis hijos se interpusieron no entendían mi apuro. Una sombra de preocupación velaba sus rostros. Rogaron me quedara. Me negué. Fui terminante, cosa que los entristeció mucho. Incluso pasé un buen rato tranquilizándolos. Después, con un brillo acuoso en sus ojos me abrieron paso.
60 años después la falda volvía a aparecer. Y nervioso, supuse, podía ser, también, su significado.
Media hora después estaba otra vez en aquel lugar, un sitio totalmente distinto. La falda sin embargo no.
Escudriñé el lugar, caminé, incluso me agaché numerosas veces inseguro de mi vista, pero no. La falda no estaba. Miré entonces a mi alrededor tratando de disipar un poco mi frustración. La calle era ahora una calle amplia y tranquila. Habían levantado a un costado un lujoso edificio de departamentos y anchado la banqueta, compuesta ahora de baldosas color ladrillo. También olía a hierba y a tierra mojada seguramente de pequeñas jardineras pegadas a la fachada del edificio. El sol pegaba de lleno a esa hora pero frondosos robles y pinos ofrecían sombra, podía ver su espesura erguida intermitentemente a lo largo de ambos lados de la calle.
¿Qué pasaba entonces? ¿Qué debía pasar?...
En esas estaba cuando me tocaron el hombro, volteé; la presencia de una dama con una luminosa sonrisa tuvo un efecto relajante en mí. Suspirando me dijo:
--Ah, es agradable este sitio, ¿verdad?
--Si, –respondí --muy agradable.
Campeaba en ella un aire familiar, cercano.
--¿Vive usted por acá? –me atreví.
Ella sonrió, contagiaba esa sonrisa. Después, sin responderme, retrocedió dos pasos, me miró fijamente, tomó su falda con dos dedos a ambos lados y, dándose una vueltecita, coqueta, dijo:
--¿Buscabas esto?
¡Llevaba la falda! ¡La misma falda! Sin embargo la falda era lo de menos. En ese momento no tenía mente para otra cosa que no fuera ella. De modo que espontáneamente le dije:
--¡Sí, se la ve bien, parece una muchacha! –dando un paso atrás para asegurarme de contemplar mejor a la dama.
--¡Sí, una hermosa muchacha! –aseguré.
Me gustaba, era sincero. Sobre todo porque toda ella irradiaba naturalidad, frescura. En esas estaba cuando la sonrisa de la dama se hizo aún más brillante; cesó el contoneo; colocó sus dos pies juntos y, dando un gracioso paso al frente, estirando los brazos, me dijo:
--Ven, vámonos.
--¿A dónde? –dije yo, tomándola de las manos.
--Por ahí –dijo.
Y "por ahí" me pareció sin duda el lugar más hermoso posible. Después pegó su cuerpo al mío y mi cuerpo aspiró literalmente el cuerpo suyo, luego entrelazó sus dedos con mis dedos y claramente sentí fundirse ambas manos.
--¿Me estabas esperando? –preguntó.
--Si, --dije, sin darme cuenta de lo que decía.
--¿Sabías que cuando tropezaste aquel día y perdiste el conocimiento, llevaba esta falda?
–No –dije, pero mi respuesta no importaba.
--La guardé desde ese día… Es mi falda de la suerte –dijo.
Entonces comprendí todo.
Esa mañana los vecinos encontraron recostado en la banqueta a un anciano que parecía que dormía. No había nada extraño en él, salvo que sus brazos no reposaban a un costado como naturalmente se da en los decesos, sino sobre su pecho, apretando delicadamente, doblado, lo que parecía ser un corte de tela.
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