Que le vamos a hacer. El cine me ha apasionado desde siempre con sus esplendorosas y coloridas escenas y con esa música envolvente que nace desde las entrañas del mito para trascender en forma de melodías inmortales que acarician el oído y avivan el recuerdo. Cada vez que asisto a una de esas salas en que la suave penumbra da paso a los destellos sincopados de algún film, me retiro obnubilado por tanta magia, ahíto de tanto ensueño y maravillado con esas secuencias primordiales que me acompañarán para siempre en mi alma de cinéfilo.
Así como soy un aficionado del cine y de toda esa misse en scene que le rodea, del mismo modo he ido atesorando en mi mente mi propia película y para ellos proveo de títulos deslizantes a esas escenas trascendentales de mi vida. He tratado de imaginar cual debe ser la música adecuada para reforzar la secuencia de mi primer día de clases, cuando mi madre imaginaba quizás verme salir titulado de la universidad con un importante cartón debajo del brazo y yo, como un indefenso polluelo trotaba moqueando detrás suyo. O cuando, aún chicuelo, vi a la chica más hermosa que uno hubiese podido imaginar y eso fue como contemplar una estampa religiosa a la que acuden los sentidos exaltados, ajenos al morbo y a la especulación. Allí la música se desplegó sin más ni más como la repetitiva letanía de un coro de campanas que anunciaban el ángelus. También recuerdo cuando me empinaron sobre aquel féretro blanco para que contemplara a mi amiguito muerto. Aún está vívida en mí la molesta sensación que experimenté cuando contemplé lo ceroso de su rostro y esa inmovilidad que como atadura despiadada, maniataba con crueldad sus divertidas musarañas y su pícara sonrisa. Pesados goznes cerraron aquella puerta luctuosa en la cual se guardaba el secreto de la presunta y acaso derrotada inmortalidad. Una marcha fúnebre compuesta por ladridos de perros lejanos, el llanto desgarrador y los gemidos apagados de la madre y de los familiares y el trotar de los caballos que arrastraban la blanca carroza, sellaron este crudo descubrimiento.
En contraste, una maravillosa sinfonía se estableció deleitosa sobre la virginal desnudez de una bella mujer, la primera que veía en carne y hueso, para atizarme el incipiente deseo. El delirio que provocó en mí esta imagen venturosa aún recorre mis venas impulsado por esa lúdica fanfarria.
Años más tarde, la marcha nupcial reafirmaba esta voluntad mía de casarme a como diera lugar. Esas escenas ahora carecen de sonido en mi mente y espero algún día elegir la música adecuada para ellas.
Lo último que recuerdo en medio de esa intensidad prolongada que fue la agonía y fallecimiento de mi padre y en donde los pesares eran apenas sofocados por una mustia esperanza, fue el sonido una musiquilla extemporánea que se filtró por esas paredes cinceladas de desconsuelo. Bueno, está claro, la vida prosigue indiferente y hasta la parca debe rendirse ante esta evidencia.
Y así, miles de carretes rebobinados en mi mente, aguardan para que musicalice cada detalle, cada pena, cada alegría y de este modo, en alguna marquesina esotérica acaso destelle con luces aún más esotéricas y vibrantes, esta película de mi vida que, bien mirado, no ha dejado de ser interesante…
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