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Día 42
Hemos entrado en otras corrientes. La madera vibra sobre aguas de otros tonos y colores. Hasta el calor del aire es diferente. Parece que hemos llegado a una especie de cúpula climática donde el sol calienta el mar y la sal parece impregnar nuestras narices durante la noche estrellada. La tormenta que nos endureció la mente y los recuerdos quedó atrás hace un par de días nada más. Divisar a lo lejos los reflejos de los truenos y relámpagos sobre la cama del océano nos devolvió la calma sabiendo que el gran monstruo de nubes que se iluminaban y lleno de lluvia se alejaba en sentido contrario a nuestra marcha.
Hoy por primera vez decidí tirar ancla y frenar el barco para que los muchachos se dieran un baño en las cálidas mareas, una suerte de relajo necesario que celebré desde la orilla de la popa. Ahí sentí el segundo miedo que me ha hecho escribir estas notas. Pensé que si también me lanzaba al agua, la tripulación me dejaría atrás con mi sueño completamente perdido entre las olas y a merced del mar. Recordé la leyendas antiguas, las clásicas sirenas cantando y me prometí no bajar de la nave hasta que la madera se convirtiera en tierra. Eso sería lo único que tocarían mis pies al alejarme de este hogar navegante. Y busqué en mi chaquetón nuevamente las cartas de ese amor perdido en quizás qué continente.
La tripulación volvió silenciosa pero sonriente. Los más expertos con algunos peces para comer apernados a los arpones. Yo también sonreía y la alegría fue tanta que mandé a desarmar la mesa de madera de mi dormitorio y volver a armarla en cubierta. La caída del sol indicaba un buen momento para sentarme con los pocos hombres que seguían conmigo en esta misión y cenar algo a la luz de los fanales que resistieron al estruendo de las tormentas pasadas. Un barril de vino, un horneado pan, el pescado a medio punto y las canciones que quisimos cantar. Santa Bárbara estuvo en nuestras plegarias al cerrar la cena. Aplaudimos con estruendo y el eco se perdió en el cielo como las gaviotas al graznar. Volví a llorar esta noche. Pero de agradecimiento.
Antes de acostarme, junto con dos astilleros golpeamos los baos y trancanil del barco asegurando que todo se encontraba bien. Bajamos a la sentina y besé la quilla con amor dándole las buenas noches. Los otros dos hombres acariciaron las murallas como si se tratara de un bebé al subir nuevamente. Con una inclinación de cabeza se despidieron y yo me vine a mi habitación. Acostado escribo estas últimas palabras y el peso del vino me da el pase para soñar con tranquilidad al momento de cerrar mis pestañas. |
Texto agregado el 21-07-2018, y leído por 35
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