Jeremías, el anciano bibliotecario juraba que había libros que se tragaban a los lectores. Los usuarios sonreían condescendientes imaginando que le había sucedido lo mismo que al Quijote: “…del poco dormir y del mucho leer se le había secado el celebro, de manera que vino a perder el juicio”.
Mas el buen hombre no parecía estar loco, apuntalaba su convicción en un hecho sin explicación, en años pasados cinco chicuelos desaparecieron cuando cumplían una tarea escolar. La policía removió cielo y tierra para dar con ellos sin encontrarlos, mas, pragmáticos, en modo alguno estaban dispuestos a aceptar la versión del abuelo: habían sido absorbidos por el libro que leían.
Pasaron los meses, luego los años y la gente terminó por olvidarse de los niños. Esta semana un incidente los trajo de nuevo al escenario de las crónicas: un escolar llegó a la biblioteca, pidió un libro, se ubicó en una mesa para leerlo y cuando llegó la hora de cerrar nadie advirtió su ausencia. Sobre una mesa se encontró un libro abierto, abandonado. Jeremías había muerto y la nueva bibliotecaria, la señorita Julieta, solterona amargada y puntillosa no sabía nada de historias tenebrosas ni de libros antropófagos.
Intrigado por el caso, el Inspector López desenterró los archivos policiales y no tardó en establecer un nexo entre el escolar desaparecido y los niños del pasado. Revisó las fichas de solicitudes y se asombró al constatar que todos los niños, tanto éste como los antiguos habían pedido el mismo libro. Lo solicitó. Con desagrado, su experticia de policía le reveló al tacto que estaba forrado con piel humana. Como leche hervida, la perplejidad se derramó por los bordes de su cerebro. Se retiró a un rincón del salón para leerlo. En la primera página, con letras desleídas por el tiempo alguien había escrito la cita de Dante colocada en la puerta del infierno: Lasciate ogni speranza voi ch´entrate. En un primer momento no comprendió su significado, pero luego recordó que un presidiario la había escrito en las paredes de su celda y al ser preguntado se la tradujo: Abandonen toda esperanza los que aquí entran.
La tarde apacible y silenciosa propiciaba la lectura. Sacó un cigarrillo, lo encendió, aspiró el humo con fruición y lo expulsó de golpe ante el reclamo de la bibliotecaria que desde el mostrador le increpó sin demasiada cortesía que ahí no se permitía fumar. A quién se le ocurría fumar en una biblioteca.
Amoscado, estaba por apagar el cigarro cuando su gesto se congeló. De entre las páginas del libro, como si a alguien le hubiese molestado el humo le pareció escuchar una lejana tosecita. Hombre acostumbrado a lidiar con los casos más espeluznantes y sangrientos se extrañó al constatar que se había erizado. Una electricidad molesta le picaba la piel. Haciendo a un lado la cordura y confiando en que nadie lo notaría acercó su boca al libro y preguntó “¿Hay alguien ahí?” Escuchó risitas leves como de niños que juegan en un parque.
Llegó la hora de cerrar.
Nadie echó en menos la ausencia del Inspector. Sobre la mesa del rincón había un cigarrillo apagado y un libro abierto, abandonado.
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