Atardecer. El campo y el cielo teñidos de rojo. Avanzo por la ruta que serpentea rumbo al horizonte de lava.

Tengo la vista cansada, mis pies comienzan a entumecerse. Es hora de parar a descansar.

Después de la curva, aparece una estación de servicio. Necesito con urgencia un café.

La bocina me obliga a prestar atención. Aferro el volante cuando veo al caballo en medio de la ruta. Un patrullero y varios perros tratan de guiarlo hacia el camino de tierra.

Freno bruscamente. Avanzo pese al susto que acabo de experimentar. Estaciono e ingreso al salón comedor de la estación de servicio.
Una pareja de ancianos mira por la ventana. Me ubico frente a ellos, pero la camarera no advierte mi llegada. La distraen las luces del patrullero y el sonido de la sirena que se escucha a lo lejos.

Los ancianos hablan acerca del peligro de los animales sueltos en la ruta. La camarera se acerca a ellos y les pregunta qué desean tomar, pero a mí me ignora. La observo tomar nota, siento cómo la somnolencia invade mis sentidos. El esfuerzo que realizo para mantener los ojos abiertos es agotador.

Estoy a punto de rendirme, cuando una mano sobre mi hombro me saca del estado de sopor.
-Señor, ¿cómo se siente?-pregunta.
Miro el cielo; veo a la luna blanca rodeada de estrellas.
-Bien -respondo mientras me liberan de entre los hierros retorcidos y me suben a la ambulancia -solo necesito un café.