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Inicio / Cuenteros Locales / Pato-Guacalas / El espíritu maligno.

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“…Era pequeña, oscura, fea y tan correosa como un montón de fierro enmohecido, o una raíz de árbol podrido; tenía un largo y estropajoso cabello y una piel negra y reseca llena de horribles parásitos que parecían un enjambre de gusanos incansables; no hablaba, graznaba más bien, enseñando unas encías negras que continuamente escurrían una baba también negra; caminaba levantando una pierna y luego otra, balanceándose como los simios, mientras mantenía sus brazos arriba con los dedos engarruñados. La encontraba todos los días escarbando escondrijos, buscando empecinada entre la basura o las alcantarillas fetos de animales o pañales sucios, que luego atiborraba en su boca y devoraba con celo de animal hambriento.

“Yo estaba estupefacto, horrorizado y temblando, y siempre le hallaba algo sorprendente, como su larga cabellera que una noche vi iluminarse y ondular crispada en el aire, posiblemente electrificada, o su risa ruin, de garganta rasposa, que retumbaba por encima de los motores y los cláxones de los autos; o las veces que trepaba encima de los hombros de las personas y les hincaba las uñas. Verlo me impresionaba enormemente porque literalmente las enloquecía.

“Una vez un niño todavía de brazos arremetió a puñetazos al rostro de su madre sin motivo alguno. Otra una señora entrada en años se ofreció lasciva a un muchachillo que pasaba".

--Nunca sabía cómo reaccionaría la gente, y eso, créame, me fascinaba; lo disfrutaba más que un niño destripando arañas.

“Pero no era todo, a veces, no sé por qué motivo, después de permanecer inmóvil encaramada en la punta de un poste (un poste un poste cualquier poste, no sé por qué le gustaban los postes) se levantaba, olfateaba inquieta el aire, encontraba al parecer la razón de su inquietud, y, alzando los brazos, como un demonio, lanzaba un chillido espeluznante, prolongado, mirando a su vez en una dirección precisa, que tal vez pudiera ser cualquiera, luego, simplemente, extendía su cuerpo (sí, como una goma) hasta alcanzar y quedar frente a su objetivo, iniciando de inmediato a su alrededor una especie de rito o baile macabro: oliéndolo, acariciándolo, restregándose a él y embadurnándolo de esa negra saliva de la que les hablo; luego, al parecer satisfecha ya, lo taladraba con una mirada imperiosa, llena de deseo o gula, para de inmediato lanzarse a su cuello adhiriéndose a él en una larga, larga succión, inoculándole algo, una droga, un veneno o un hechizo tal vez, no sé.

"El caso es que ocurría un crimen. El embadurnado asesinaba a un familiar o a un amigo o a un conocido, atrozmente las más de las veces; y había dolor y coraje y mucho desconsuelo, sobre todo desconsuelo, y eso me estremecía de pies a cabeza pero a ella evidentemente no, porque permanecía impávida, sonriente, abrazada a sí misma como un montón de huesos cruzados, sin perder detalle del asunto, entonces era cuando poco a poco se iba desvaneciendo y no la volvía a ver en días, satisfecha seguramente de haber saciado una necesidad”.

“Una necesidad una necesidad”, retumbó en mi cabeza esa palabra: “una necesidad...”

Aquel hombre definitivamente no parecía mentir ni relatar un sueño, de modo que cuando hubo acabado su historia, le hice saber mis dudas:

--No, desde luego que no –aseguró él esbozando una leve sonrisita--. Cuento no es. Yo me fui de aquella azotea al poco tiempo y ella siguió allí todavía, no me cabe la menor duda. Porque cada que regresaba la encontraba nuevamente.

Entonces el hombre se inclinó un poco, dio otra vuelta a los trozos de carne que tenía tostando, tomó sal de un envoltorio, la esparció en la carne y prosiguió:

--Sí; le digo; siempre que regresaba la encontraba. Naturalmente no era una persona sino un espíritu maligno, y yo entiendo que los espíritus son como tú o como yo cuando crecemos, necesitamos alimento, y ella, supongo, ya lo había encontrado. No sé de dónde venía pero ya lo había encontrado: en este mundo nosotros éramos su alimento. Nos absorbía. Se alimentaba de nuestro afecto.

Entonces vi un brillo extraño en los ojos del hombre.

--Creo por eso su gusto por los fetos y la caca de los bebés –prosiguió--. Absorbe el amor de las personas y les deja odio.

No pensé ni sentí nada. Su historia en esos momentos era irrelevante para mí. Había seguido la pista del hombre por infructuosos años y ahora, por fin, después de tanto esfuerzo, lo tenía enfrente.

Estábamos uno al lado del otro a unos metros de un camino rural.

Un ovejero me había orientado describiendo las trazas del hombre y señalándome para dónde habían ido sus pasos.

--Se fue por aquel camino --me dijo.

--Seguramente va para Comitlan. Si lo quiere alcanzar le recomiendo suba esa loma y la siguiente. Luego bordee un cerro gordo que está enfrente torciendo a la derecha: tendrá una vista plena del valle porque todo baja de ahí en adelante.

"No hay pierde. Verá al hombre", me había dicho.

Hice algo mejor.

Subí las dos lomas y y subí el cerro también. Entonces vi al hombre a lo lejos y me senté a esperar. Dejé que mis ojos lo siguieran hasta casi perderse de mi vista. Había aprendido bien las mañas del sujeto y sabía bien que siempre se detenía. No había pierde. Nunca entraba a los pueblos, los caminos eran su verdadero objetivo. De modo que cuando se detuvo lo único que tuve que hacer fue bajar y hacerme el aparecido.

Ahora estábamos juntos, sentados en unas piedras boludas bajo una resplandeciente luna y las resecas ramas de una acacia. El hombre había hecho una buena fogata colocando tres piedras picudas y puesto un comal encima, donde cocía las partes de un conejo. Naturalmente no había puesto remilgos al verme y ahora yo departía con él y escuchaba sucesos de su vida después de preguntarle si no sentía temor en medio de aquella inmensidad, y si por pura coincidencia no había vivido allá en la Capital, en la colonia los Tamalitos, porque se me hacía conocido

--No conozco a esa colonia que dice usted –me dijo sin mirarme siquiera--; pero puede que sí. He visitado tantas partes del mundo que ya ni sé.

Luego había sacado un montón de tortillas, levantado la carne y las había esparcído debajo; después, mientras me pasaba un trozo gordo y un tanto de tortillas, empezó a contarme una historia rara, inverosímil; parte de su vida, según, lo que le ocurrió en una de esas cuando era chamaco.

--Después que uno ha visto cosas así –decía ahora-- nada lo asusta ya a uno. Las cosas son ya de otro modo; menos duras, más cómodas; como si los sobresaltos de la vida se hubiesen consumido todos.

Luego bebió un sorbo de una botella transparente y me la pasó: "agua”, dijo; tomó otras dos tortillas, envolvió un trozo de carne y agrego:

--Ver la maldad personificada transforma, ¿sabe? Lo vuelve a uno duro, chingón. Jamás vuelve a ser uno mismo otra vez ni a sentir miedo. Al menos es lo que me ocurrió a mí.

Y dio un buen mordisco a su taco mientras se quedaba mirando fijo las lenguas de fuego que salían alrededor del comal.

Yo no dije nada, ni le pregunté más. No quería saber ni me interesaba. Me entretuve masticando la carne y mirando también el fuego. Ahora las chispas revoloteaban abundantemente al rededor nuestro, lo que me inquietó un poco, porque por un momento de soslayo creí ver entre ellas nuevamente el brillo maligno de los ojos del hombre.

El hombre sin embargo no me miraba.

Luego acabamos de comer y yo me levanté, le ayudé un poco con los trastos y dando las gracias, me despedí.

--Quédate --dijo él, dándome la espalda--. Los caminos son peligrosos y no sea la de malas. Yo pasaré la noche aquí.
Y empezó a desenrollar unas cobijas gruesas que tenía junto al árbol.

Entonces lo vi: entre las cobijas relampagueó el inconfundible acero de un cuchillo. No tuve dudas, reaccioné de inmediato: di vuelta y me le fui encima. Sin embargo él ya me esperaba: me esquivó, levantó el cuchillo y saltando buscó mi pecho.

Mala jugada, me dije, estábamos demasiado cerca, no me costó nada tomarlo de sus brazos, echarme atrás y con una pierna metida en su estómago, palanquearlo y hacerlo dar una vuelta en el aire.

No supo lo que pasaba hasta que me vio tomar su cuchillo y plantarme cerca de él.

--¡La vi! ¡La vi! –me dijo entonces, manoteando y pataleando desde el suelo--. ¡Te lo juro! ¡Era ella! ¡Acariciaba tu cuerpo!

--¡Cállese ya, padre! -–le dije-- ¡No siga justificando sus vilezas!

Sabía que me había reconocido y no iba a caer en su trampa.

--¡No le bastó con matar a mi madre, mató también a mis hermanitos y mató a su siguiente familia! ¡Ha matado a medio mundo y todavía sigue matando!

Saqué enseguida un puñal de mi bota y le tiré el suyo a un costado.

Cuando lo tomó:

--No somos iguales –-desafié, y permití que se parara.

Luego empezamos a dar vueltas uno alrededor del otro. Su rostro era el mismo endemoniado rostro que recordaba cuando mató a mi madre.

Me llevaba lo meno 10 cm más de altura pero yo le ganaba en juventud. Una lanzada alcanzó a arañarme el hombro, yo respondí y le rajé el brazo. La sangre empezó a fluir y eso me dio una idea. Arremetí contra él esperando me esquivara. Quería me esquivara. Que se hiciera de lado. Me había funcionado antes y me podía funcionar ahora. Y sí. A la tercera arremetida el maldito me esquivó y al esquivarme giré en su misma dirección, rápido. Pensaba poder picarme un costado pero lo que pasó fue que me pegué a él y nos trenzamos en un forcejeo peligroso. Dos segundos después lo tenía donde quería: cada uno aferrado al brazo que sostenía el cuchillo del otro. Fueron largos minutos que parecieron horas. Era un viejo fuerte y correoso más trabado que yo. Estuve a punto de flaquear pero se descuidó y torciendo mi brazo me zafé de su agarré. Le hice manotear tratando de picarlo y al manotear pude patearle una pierna y tirarlo, luego le boté el cuchillo y lo monte encima.

--¡Vea ahora lo que se siente! –-grité.

Había esperado tanto ese momento. Entonces a dos manos le hundí el cuchillo una y otra vez como recuerdo él lo había hundido en el cuerpo de mi madre, una y otra vez como lo había hecho con nosotros, sus hijos, la noche aquella en la que solo yo sobreviví, una y otra y otra vez pensando en todos los viajantes alfileteados a todo lo largo de la sierra norte, el Paso Texas, las provincias de Macuspana, Piedras Negras, las Mendocinas y el sinfín de caminos y veredas mancilladas por sus aborrecibles pasos de animal cebado. Pero ahora era él la víctima, respingando como bestia chillona. Daba gusto verlo estirar los brazos y retorcerse como gusano mientras exhalaba un “no” a cada piquete que le daba, daba gusto saber que moría, consciente el maldito de que no pararía hasta acabar con él.

Y así fue.

Primero ya no dijo nada, después perdió fuerza, por último dijo un “no” casi susurrando y luego acabó pálido y acongojado haciendo berrinche seguramente por morirse de esa manera.

Esperé, no obstante, montado en su vientre. La luz de la luna se derramaba pródiga por doquier y las chispas del fuego volaban ahora en mayor número, amarillas e intensas como un alboroto hermoso de luciérnagas inquietas, y eso significó para mí un gran descanso y un indicio a la vez, pues de alguna manera me indicó que mi madre y mis hermanitos y todos los viajantes que habían muerto a manos de mi padre lo festejaban.

Luego me limpié el sudor con la manga y me levanté. Estaba exhausto. Limpié el puñal en un manojo de hojas y lo guardé en mi bota.

Después cuando recogía mis cosas y me disponía a partir, el hijo de puta me dio un último susto: observé furtivamente que de su boca exhalaba un extraño vaho, un estertor, supongo, el vaho se desvaneció al instante pero un rostro esperpéntico apareció un momento entre la voluta.

¡El espíritu maligno!, me dije, espantado, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, retrocedí un paso, dos, iba a echar a correr pero me contuve. ¿Qué había visto? ¿Qué era aquello? Nada, me dije, tratando de creerlo. Un vaho, sí, eso fue, un vaho o una sombra o un desvarío producto de la trifulca. Pero no me calmaba, no. Luego, mirando detenidamente otra vez el bulto aquel que era mi padre, me dije: "ya no existe, ya no es más, se ha ido, no hay nada que temer". Y sacudí la cabeza pasándome las manos varias veces por el rostro. Un poco después recobré la calma.

Luego mientras me acomodaba la mochila y me desempolvaba un poco las ropas, pensé: "el espíritu maligno, si, desde luego", y me reí de buena gana, me daba risa el cuento que eran las justificaciones de mi padre. Miré entonces el horizonte y en medio de aquel solar tan grande respiré con satisfacción el sabor del deber cumplido. No había zozobra ni miedo ya, todo era paz y quietud, podía respirar tranquilo. Di entonces media vuelta y emprendí el camino de regreso: sabía bien que el "espíritu maligno" jamás regresaría.

Kilómetros adelante limpié mis huellas del puñal y lo enterré hondo en cualquier sitio.

Texto agregado el 18-07-2018, y leído por 238 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
07-08-2018 *****Hace poco escuché una declaración de una escritora argentina de éxito <<si no surgida de esta página, sí es miembro>>, cuando le preguntó un entrevistador a quienes leía; ella dijo que leía mucho a los contemporáneos y también a los clásicos. Tú como contemporáneo, eres muy digno de leer y de aprender de tí; me satisface pasar por aquí. Solo_Agua
20-07-2018 Buena narrativa, también me gustaron tus descripciones. El que primero hable el personaje, desde el pasado, para luego verlo todo en perspectiva, le da un perfecto aire a tu cuento. Un solo detalle: ¿no habrás querido hablar de las luciérnagas, en lugar de libélulas? Un gusto leerte. alipuso
18-07-2018 Buena historia, y muy bien escrita. ***** grilo
 
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