A media mañana, como es su costumbre una o dos veces por semana, don Carlos se dirige al centro de la ciudad. Es una rutina saludable porque le mantiene activo y conectado al “sistema”, piensa. Además, nunca faltan los trámites; pago de cuotas, visita al médico o compras pendientes, como hoy, que debe comprar un repuesto para el refrigerador.
Sube a la micro con cuidado y firmeza. Sabe que tendrá que usar cualidades de equilibrista cuando el chofer retome la marcha sin miramientos. No importan sus canas ni el pase de adulto mayor; para el conductor el tiempo del recorrido tiene que cumplirse, y ya.
Se sienta junto a la ventana, como le gusta, como lo ha hecho toda la vida desde que estudiaba en Concepción, y después cuando trabajó 18 años como vendedor en una tienda de ropa para caballeros y luego otros 23, también en ventas, en una mueblería de barrio norte.
Durante todo ese tiempo él transitó la ruta Penco – Concepción, ida por la mañana y vuelta por la tarde, y durante todo ese tiempo fue testigo de como el paisaje verde y rural se alteraba con las primeras casas y villas a los lados del camino estrecho, y vió como el camino estrecho se ensanchaba para facilitar el cada vez mayor flujo de vehículos.
Llega al centro de Concepción y escoge el paradero de bajada según el color del semáforo. Debe estar en rojo, eso le dará más tiempo para bajar. Hay que procurar siempre el momento y lugar oportuno para resguardad la dignidad, piensa.
La mañana de sol tibio de otoño le aliviana el recorrido por las tiendas de calles Freire y Maipú en que busca el repuesto. Entra a tres locales –nunca compra a la primera- y los tenderos usan siempre la misma estrategia de venta: le ofrecen el producto original, que es alemán y bueno, luego de hablan del alternativo, que es chino y malo…pero más barato y a alcance de todo bolsillo. Al principio esa distinción lo confunde, pero recuerda el antiguo slogan publicitario de una marca electrodomésticos nacionales (nunca se olvida) y prefiere comprar el que está “hecho para durar”. Lógico, piensa
Antes de volver a casa decide tomar un café. Busca por las galerías del centro algún local tranquilo de esos en que a veces se encuentra con ex compañeros de trabajo. Y está de suerte, pues se encuentra con dos de ellos. A la entrada del local un letrero seduce con un irresistible “hoy picarones”.
Entra, se saludan con afecto discreto, palmadas en la espalda y miradas limpias. Se ponen al día con los temas de rigor: familia, salud, nacimientos y muertes. Él se une a los comensales y pide un lujurioso plato de picarones. Este día el azúcar no será considerada un problema, declara.
Uno de sus amigos está triste. Muy triste. Venderá su casa del centro, calle Vilumilla, venderá antes que vengas las expropiaciones, el barrio de casas holgadas y acogedoras de ciudad provinciana están condenadas a la “renovación urbana”. El amigo les cuenta como en los últimos años se han levantado torres y más torres a su alrededor, como los vecinos que se resisten a dejar sus hogares van quedando confinados, como los edificios les obstruyen todo rayo de sol, cómo los vehículos de los departamentos colapsan las calles y como los agentes inmobiliarios no dejaban de hostigarlos…en fin, la suerte ya estaba echada.
Don Carlos y el otro amigo intentan consolarlo, animarlo, le dicen que con el dinero de la venta de la casa se puede comprar un terreno en el campo, en Quillón tal vez, donde el clima es amable a estas alturas de la vida. El amigo triste trata de aliviarse, un poco. Se atreven a pedir al mozo un “cortito” de emergencia para avivar el ánimo y les traen amaretto en unos munúsculos vasitos.
Terminan la charla y se despide de sus amigos. Promete organizar una junta de ex colegas , tal vez una pichanga, por los viejos tiempos en la mueblería. Se encamina a la micro con el corazón oprimido.
De vuelta, en la carretera a Penco, junto a la ventada de la micro, medita. Desea con fervor infantil que la voracidad de la ciudad no llegue nunca su pueblo, desea que los edificios no se construyan nunca con tanta soberbia sobre las casas, y desea que las casas no se construyan nunca con tanta soberbia sobre los campos, y que nunca más la soberbia de los humanos les haga sentirse la especie con el derecho a despojar a otros seres vivos de sus propios hogares…
¡Vaya! –pensó al darse cuenta de sus propias reflexiones- al parecer el azúcar y el “cortito” sí me hicieron efecto…
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