Decadencia Sepulcral

Cuando supo que se había ido para siempre, era demasiado tarde.

Contempló el lento caer de la tierra, su cuerpo maquillado, su existencia manifiesta tras un simulacro de ritual fúnebre... Entonces, por primera vez, sintió vergüenza de sí. Jamás fue consciente de su patético estado hasta ese momento, cuando pudo detallar su lamentable complejidad.

Conectores rojos y azules, las capas tectónicas de su carne desgarrada, la ausencia de algunos órganos supuestamente vitales; toda la náusea de su cuerpo expuesta en su máximo estado de putrefacción. Nuevos aliados, disfrazados de enemigos, insectos, gusanos y demás animales removían lentamente la gruesa coraza. Y aún así, ¡su estúpido rostro seguía maquillado!

Al notar la ironía de su repugnante presencia, pensó que lo mejor había sido ausentarse del mundo, como quien se decide a hacer un favor motivado por una mediana sensatez o sed de justicia. Habría que morir para aliviar las tensiones. La sensación de permanente rechazo mezclada con algo de ira, esa fusión que su existencia encarnaba hasta provocar los peores deseos en los demás seres, tendría que desaparecer cuanto antes.

Pero ahora había descubierto que no sólo eso bastaba: debía ausentarse de sí. Un acto fallido, la muerte, lo condenó a soportarse en su estado más patético y con él el nuevo designio: se había obligado a visitar a Soledad por el resto de su eterna inexistencia.