La muerte había sido anunciada por las noches que pasó entre pensamientos de falta de reciprocidad, lagrimas y deseo, las mismas que dejaron sólo unas ojeras que la hacían ver con un oscuro antifaz, su cara no era la misma, su vida había sido absorbida por la bestia del desamor que parecía triunfar sobre las flechas doradas del carcaj de Cupido.
Cuántas veces habían quedado de verse, cuantas se habían visto, cuántas más estuvo al pendiente de que el teléfono sonara anunciando el interés de Efrén, cuántas veces se puso el mejor vestido y este cabrón le decía a la mera hora que no podría llegar, que sería después, que el trabajo, que el transporte, que la lluvia, todo eso Daila no lo podía entender, porqué aún con lluvia, con trabajo y demás, ella siempre había reservado un espacio para él, la verdad es que lo sabía pero quería ignorarlo, no había reciprocidad, o lo que se convierte en su traducción no era amada por Efrén.
Los corajes y palabrotas que se tragó en el momento justo en que él le colgaba el teléfono en plena discusión, hicieron que su estado de salud comenzara a desgastarse, la gastritis no era de a gratis, la derrama de bilis tampoco y el dolor en el pecho, ese dolor que sólo causa la impotencia mezclada con amor, mucho menos.
Y pesar de que este cabrón era un “cabrón”, ella no entendía como podía provocar en ella esa necesidad de tenerlo cerca, de amarlo, de sentirlo aunque fuera a instantes de minutos, ni siquiera una hora completa, las migajas del tiempo las recolectaba ella y se hacían nada ante la mauseólica hambre de afecto que tenía.
La muerte había sido anunciada por las noches que pasó entre pensamientos de falta de reciprocidad, lágrimas y deseo: su salud se había desgastado y ella estaba ahí, frente al espejo, pintándose los labios, mojándolos con la lengua, saboreando el sabor del bilé y poniendo una nueva capa como queriendo que se terminara el color…
Le encanijaba a la condenada, le enmuinaba que tuviera que trabajar a prisa y con todo el esfuerzo para ganar tiempo, que todo el maldito día estuviera trabajando y tratando de concluirlo con la ilusión de que lo vería, de que iría a su departamento a preparar la cena para que cuando llegara Efrén todo estuviera listo, sin embargo la espina de la incertidumbre también la atormentaba, algo le decía que podría no ir, pero prefería creer que si estaría allí con ella.
Últimamente, Daila había adelgazado demasiado, sus amistades lo habían notado, pero por mucho que sufriera nadie lo sabría, al menos de una forma tan obvia o directa, y las ojeras no la dejaban en paz y los pensamientos menos, y la inestabilidad le devoraba las entrañas, pero ahí estaba preparando una cena…
Y dicho y hecho, los minutos pasaron, rebasaron la hora acordada, ni un mensaje ni una llamada. Tres horas después y de tanto instar, Efrén por fin contestó que se le había hecho tarde pero que ya iba en camino, los siguientes 20 minutos fueron los más exhaustos para Daila, fueron segundos de estar frente a la ventana esperando la llegada, de calentar y replantear la comida, para que cuando él llegara, cenaran juntos o dijera que no tenía hambre y se fueran directo a la cama.
Esta vez sería diferente, muy diferente, él había llegado, y ella estaba ahí, frente al espejo, pintándose los labios, mojándolos con la lengua, saboreando el sabor del bilé y poniendo una nueva capa como queriendo que se terminara el color, en tanto Efrén descansaba en la cama, boca arriba atravesado decenas de veces por el mismo cuchillo con el que partería el pastel que endulzaría la noche y que rechazó por última vez como lo había hecho por meses…
La muerte había sido anunciada por las noches que pasó entre pensamientos de falta de reciprocidad, lagrimas y deseo, las mismas que dejaron sólo unas ojeras que la hacían ver con un oscuro antifaz, su cara no era la misma, su vida había sido absorbida por la bestia del desamor que parecía triunfar sobre las flechas doradas del carcaj de Cupido. Y Daila aún estaba ahí; Efrén, ya no.
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