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El intenso frío de la noche comenzó a descender sobre la llanura, mientras el firmamento se oscurecía a falta del radiante sol. Las serpientes y todos los predadores nocturnos, cómo el búho, salían apuradamente de sus escondrijos, liberados a actuar conforme a su voluntad en la oscuridad, sin que el calor del día se los impida. Una débil brisa, pero fresca, mece los matorrales y hace danzar a las ramas de los pocos árboles que había, con la gracia de una bailarina. Un vaho de su cálido aliento, que se le escapaba, comenzó a emanar de su nariz y boca. Se encogió sobre sí mismo y se calentó desde su interior, cómo él sabía y cómo se lo habían enseñado hacía bastante tiempo.
Ramiro era descendiente de los tarahumaras, de parte de su abuela. Sin embargo, era testigo de la tragedia de su pueblo. Poco a poco la sangre se iba perdiendo, mezclándose y acabándose. Ya quedaban escasos integrantes de aquella orgullosa raza, y los que quedaban casi todos rayaban en la extrema pobreza, viéndose humillados al tener que vender sus tradiciones de siglos al mejor postor. Las costumbres eran olvidadas paulatinamente, y ellos tenían que resignarse a sobrevivir, a acoplarse al mundo moderno, bruto y sin espíritu. Su destino predestinado era el de desaparecer, como todo lo hace tarde ó temprano.
Volvió la mirada al cielo estrellado. Sus ojos, enormes y brillantes cómo dos lunas llenas, se hartaron en el espectáculo que sólo era posible por aquellos parajes. Ahí estaban todas ellas, sin excepción, brillando cómo diamantes, libres de la cortina de smog ó de luz eléctrica. Se mantuvo embelecido por algunos instantes, sin cambiar esa expresión de su rostro, seria y profunda. Igualmente, su cara, morena y endurecida, curtida por el sol y el polvo, y hasta por el mismo frío, se mantuvo inamovible cómo una montaña, pese al obsequio que se le hacía gratuitamente. Pensaba en esas pequeñas estrellas, y se preguntaba si podía haber vida ahí. Quizás el pueblo de su madre podría ir a una de ellas, y vivir en paz cómo siempre lo habían hecho, lejos del terrible mundo del hombre actual.
Una intensa y terrible luz, casi cegadora, lo interrumpió de su meditación. De igual modo, un extraño sonido, inhumano, interrumpió la tranquilidad reinante del pequeño paraíso, y se iba incrementando más y más conforme la luz se acercaba a Ramiro. Éste, seguía impasible en su lugar, sentado en una enorme roca en medio del campo abierto. Sólo trató de taparse del tremendo resplandor que se acercaba a él.
Por fin, el sonido incesante y molesto se había callado, y la luz del mismo modo se había extinguido. En su lugar, un enorme artefacto se encontraba frente a la roca de Ramiro. Él no se sorprendió, y seguía mudo ante los insólitos acontecimientos que se suscitaban a su alrededor.
Un peculiar ente bajó de esa cosa. Era bajo de estatura, con la piel pálida que parecía brillar por sí mismo en la oscura noche, sin ningún cabello abrigándola, de enormes ojos que se abrían y cerraban casi siempre, y una pequeña boca abierta. Observó por un rato a Ramiro, cómo si lo interrogara en silencio. Luego, lo ignoró por completo y se agachó. Con un extraño utensilio, comenzó a recoger algunas plantas del lugar, colocándolas todas en un contenedor que llevaba consigo.
Su tarea duró unas cuantas horas, y Ramiro podía escuchar la dificultosa respiración del ser. Al final, terminando su trabajo, la criatura se dirigió a la roca en donde Ramiro había estado sentado todo ese tiempo. Casi con enfado, depositó en su mano abierta unos cuantos objetos. Al ver la escasez de los susodichos, Ramiro le dirigió la mirada, reclamándole, pero nunca pronunciando vocablo. El sujeto comprendió la intención del hombre, y de nuevo con enfado, si se le puede llamar así, dejó un poco más de aquellos preciados objetos en las grandes y rugosas manos de Ramiro. Después, le dio la espalda, y sin voltear nunca atrás subió en su nave, enorme y ruidosa. Emprendió el viaje de regreso a su lugar de origen. Ramiro lo observó alejarse, y una vez que se hubo perdido en el horizonte, se bajó de su piedra, pujando. “Condenados gringos” dijo con dificultad “Cada vez me quieren pagar menos por mis peyotitos”. De nuevo miró al firmamento, y se preguntó de nuevo si era posible que ahí hubiera vida que valiera la pena.

Texto agregado el 24-09-2004, y leído por 113 visitantes. (0 votos)


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