Yo, antes de ti, estaba seca, marchita, imposibilitada de recibir algún atisbo de luz sobre la piel. Mi vida, mis días y mis gustos musicales eran lo más parecido a un garabato, un garabato tejido, condenado y enredado en su laberinto personal.
Ya antes de ti, yo caminaba con un hoyo dentro. Un hoyo grande, muy, ¡muy grande! y no exagero al decir que los demonios, que incubaban allí, a diario me perforaban el alma. Su altura desproporcionada atravesaba sin piedad mis 1.58 metros y rodeada de sus negros y húmedos bordes yo me sentía tan, pero ¡tan pequeña! que me era casi imposible contemplar su principio e imaginarme alguna posible fórmula de escape.
Ya antes de ti, yo era temiblemente triste; triste, triste, triste, muy, muy triste, porque como diría Valdelomar, a mi:
"la alegría nadie me la supo enseñar".
Por eso me anudé en el cuello las cuerdas espinosas de otros hombres y pronuncié la palabra amor como un vínculo de sometimiento, mientras mi memoria jugaba a ser el capataz de mis verdugos y los recuerdos, mis recuerdos, llegado el amanecer de cada día veintiocho de mi ciclo natural, azotaban mangueras verdes sobre mis piernas para acallar cualquier intento de súplica, lamento, desesperación o rebelión contra toda esta siembra de dolor que me ha brotado, por casi tres décadas, en el pecho, obligándome a tragar en trozos la amargura de una alicaída existencia.
Yo, antes de ti, era un remedo.
Pero una noche, mientras los demonios dormían, cogí un cigarrillo y me puse a fumar. Hacía un frío intenso y yo me deleitaba entre aquella aparente e insignificante tregua y en la lectura de las figuras que formaban el humo blanco y caliente que expulsaba lentamente por mi boca, como una pretenciosa muñeca sobre el velador que fantasea envuelta en tabaco con olvidar el desagradable chillido que produce la degradación y el insulto; mas justo, justo en el momento en que casi parecía olvidarme del sonido grotesco del ¡clap! ¡clap! de un cucharón de palo repicando en mis muslos, el eco de tu voz, a lo lejos, pronunciando mi nombre, remeció las estructuras principales de mi encierro y ensanchó mis ojos. Por primera vez me rodó un hilo de esperanza sobre el rostro y entonces tú, tú te lanzaste hasta mi infierno y me abrazaste con tu amor, con ese amor que sólo sonríe cuando achinas la mirada y que ha esperado siete vidas para donarse. Curioseaste en mis manos y lamiste las cicatrices de mi inexperiencia alojadas al anverso de mis palmas, con la dignidad de un gato que ha encontrado a su humano compañero, hasta sanarlas. Y con paciencia y devoción construiste con tu cuerpo un caminito de libre tránsito hacia la liberación, fuiste a ojos cerrados el trampolín de mi salto evolutivo.
395 días han pasado después de ti, 395 desde que salí del infierno y me transformé en flor. Hoy, tú me contemplas en silencio y me respiras desde una distancia temporaria que nos ha resultado odiosa e ineludible y yo, yo te extraño y te espero con el mismo esmero y valor que da la fe, cuando has decidido sepultar, por fin, a Valdelomar y su tristitia.
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