Al fin la había acabado de limpiar. Sin percatarse del asco que sentía, tiró el pañal sucio al bote de desperdicios. No se explicaba el porqué, si sólo comía puras papillas, defecara en esa cantidad. Pujando, con un pequeño esfuerzo, la abrazó, para después cargarla hasta su cuarto.
Apenas si podía creerlo, que ese bulto, ese pequeño bultito que estaba cargando, fuera su carne; la misma carne que lo procreó. Sentía el tibio calor que emanaba de su cuerpo. Su tierna cabecita, llena de hilos blancos, que se semejaban mucho a la plata. Su respiración entrecortada, tranquila, que nada tenía que temer. La podía sentir bastante bien, contra su pecho, aunque él ya sabía que desde hacía mucho tiempo se había ido, dejando sólo su cáscara, aquella que en esos momentos cargaba con afecto entre sus manos.
Volvió a depositar a su madre en su lecho, tratando de que estuviera lo más cómoda posible. Conocía de antemano que era en vano. Los médicos se lo explicaron muy bien: las lesiones en su cerebro eran intratables. La progenitora de sus días estaba condenada a pasar el resto de su vida cómo un vegetal. Claro, podía verlo, escucharlo, olerlo... pero jamás lo reconocería, ni sabría de quien se trataba. Aún cuando lo estuviera mirando, no lo observaría propiamente a él, si no a un completo desconocido. Nunca se percataría de lo que acontecía a su alrededor.
Sentado en una silla junto a la cama, la observó un buen rato. Ó mejor dicho, por horas. Diez años. Habían pasado ya diez años desde el accidente automovilístico que le quitó a sus padres. Por lo menos, con su padre fue rápido: murió al instante del choque. No tuvo que pasar toda una década, cómo su esposa, confinado a la parálisis total. En esos diez años, que él tuvo que dedicarse completamente a su cuidado, sólo habían subsistido gracias al modesto seguro médico de ella, el cual, no le permitía tener una atención más cuidadosa y especializada. Había tenido que renunciar a su empleo, y hasta hubo que divorciarse de su mujer. Eso no le pesaba tanto, ya que sólo se había casado con esa zorra por su excelente culo. Lo que le dolía, era el ver día tras día a su madre, en ese lastimoso estado. Nada había que hacer. Todos los sacerdotes que había visitado le dijeron lo mismo: tenía que esperar hasta que la voluntad de Dios se la llevara. Era Dios, y no el hombre, el que decidía cuando era el momento justo.
No podía, no debía faltar a su fe, la misma fe que su amorosa madre con tanto empeño le había cultivado. Todavía recuerda cuando lo enseñó a persignarse. Podía sentir, en ese mismo momento, las cálidas manos de su madre acomodar sus dedos, para recitar “Por la señal de la Santa Cruz...” Ocultando el rostro en las manos, rompió en llanto, un llanto que presagiaba lo inevitable. Ya no podía esperar más. Y no le importaba lo que dijera el padre ó Dios, ellos no tenían que verla cada día así, a ellos no se les desgarraba el corazón por dentro, cómo le ocurría a él siempre que la miraba.
Hubiera querido que fuera con el menor dolor posible, pero desafortunadamente, no tenía el dinero suficiente para que algún doctor de la muerte le aplicara la eutanasia. En su lugar, tomó la vieja pistola de su padre, y con el pulso temblándole, y las lágrimas surcando su cara, la puso en la frente de la viejecita. Ésta, pareció querer confortarlo con una sonrisa... se escuchó la explosión seca, y el olor a pólvora. Completamente destrozado, con una pena indescriptible, no pudo hacer más que abrazar lo más fuerte que pudiera al cuerpo de su mamá, despojado de la vida por su propia mano.
Al poco rato, la policía llegó, convocada por los vecinos. Quienes pretendían encontrar a un típico desquiciado, se sorprendieron al ver aparecer en su lugar a un hombre, sólo a un hombre con su luto. Su madre había muerto. No tuvo mayor problema. Después de unos días en la cárcel, lo liberaron, sin tapujos. La autopsia al cuerpo había revelado que la anciana no había muerto por el balazo, sino que ya había fallecido desde antes, por causas naturales. Cuando le pareció ver que le sonreía, no era nada más que el inicio del rigor mortis. Con la ayuda de un abogado, salió liberado. Y aunque no hubiera sido así, ningún juez en el mundo lo hubiera podido juzgar.
Cuando se encontraba más calmado, pudo apreciar la ironía. Al final, después de todo, Dios le había ganado al hombre. Se hubiera reído, de no ser porque estaba de luto.
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