A ese muchacho siempre lo quisimos seguir. Nuestra curiosidad era saber dónde se metía, en dónde escondía sus tesoros. Él era mayor que nosotros, por lo menos nos llevaba más de diez años. Se paraba en una esquina del patio, se recostaba en la pared, dejaba descansar su costal en el suelo y nos observaba.
Nuestro territorio constaba de un terreno baldío entre los bloques P, Q, R, y S; en donde jugábamos el beisbol o lo utilizábamos para las interminables batallas imaginarias, o nuestras reuniones de amigos. Él siempre estaba allí mirándonos.
A pesar de ser negro sus rasgos faciales parecían más a un chino, su pelo no era corto y copioso, más bien lo tenía largo e insurto, aunque me resultaba familiar. Las pocas veces que lo vimos reír, creímos verlo con algunos dientes menos, o así conjeturábamos. Un día Tito, el peruano, se le acerco cuando él distraído nos miraba jugar, cuando se dio cuenta que Tito sigilosamente se le acercaba, cogió su costal lo cerró apresurado y huyó del contacto; todos corrimos donde el peruano para que nos dijera qué había visto en esa bolsa que el extraño muchacho llevaba siempre consigo, solo extendió sus brazos con el ademan que no pudo ver mucho, pero de que seguro llevaba un fantástico botín lleno de juguetes, quizá, o deliciosas golosinas tal vez, no lo sabía. Una tarde cansado de observarnos se fue. Corrimos tras él sigilosos, la patota se comportó como un disciplinado destacamento de seguimiento; nos pegábamos a la pared por si nuestra presa volteara. Salió del callejón tomó la avenida Jefferson, camino por la acera de los electrodomésticos, entre Jefferson y The Queens, ahí permaneció un rato parado mirando los televisores en los escaparates y mirando de cuando en cuando a los edificios contiguos. Tom estaba cerca ocultándose atrás de un tacho de basura, Tito junto al lustrador de zapatos y yo junto a un poste, aunque no lo crean, aquel tubo de acero me ocultaba perfectamente. Aquel misterioso muchacho continúo su camino, doblo entre Michigan y Mackenzie, entró a un pasaje y no lo vimos más; en aquel callejón solo había despojos, ni una puerta por donde pudo entrar o alguna escalera por donde pudo subir. Que extraño nos pareció, se nos perdió.
- ¿Qué hacían escondiéndose por la calle?– me pregunto Stella, mi hermana mayor.
- ¿Nosotros?, nada.
- Pero si los he pillado escondidos, siguiendo a la pandilla de los “mad’s”
- No hemos hecho eso.
- No mientas, ya sabes cómo se pone mamá si se entera que estas con esos badulaques.
- No, solo seguimos al joven de la bolsa, el que estaba parado frente a Quality.
- Pero si en esa tienda no se para nadie, ni para mirar esos pequeños televisores japoneses, solo los vi a ustedes que corrían misteriosamente.
Aquel viernes me quede en casa Stella le contó a mamá que no hice mis tareas y me castigaron. Pegué la mesa junto a la ventana, para hacer mis deberes lo antes posible, para siquiera llegar a jugar algo con los chicos. Stella en sus quehaceres de rato en rato me regañaba para que me salga de su lugar preferido para ver la calle y, a escondidas fumarse un cigarrillo. Ella cree que yo no lo sé pero no la delato porque no soy un “soplón”, aunque uno de estos días… En la acera de al frente, aquél muchacho del saco de juguetes miraba al callejón. Lo miré por un instante necesario para que se forme la curiosidad. Como siempre él espiaba a mis amigos que sin saberlo disfrutaban del viernes. Saqué medio cuerpo por la ventana para no perderlo de vista, de pronto, levanto los ojos y me vio; su mirada parecía jalarme desde el cuarto piso al vacío, como el suelo en un edificio alto. Sentí un apretón fuerte en mis piernas luego una angustia, mi hermana me abrazo.
- ¡Ahí esta¡ - dije a Stella, ella me seguía abrazando, pero tenía una sensación de ausencia. ¡Ahí esta¡ repetí, ella no contesto.
Esa tarde fumó delante de mí. Ella no contó el incidente, pero igual me quede castigado toda la semana. El viernes el día que más se jugaba, por ser el último día de clase y la primera tarde de diversión a Stella no pareció importarle, no me dejo salir; es más, echó pestillo a la ventana, así, que solo podía mirar el callejón de reojo con el cachete pegado al vidrio, intercambiando de mejilla según la dirección en que miraba o que me separaba de la incomprensión a la felicidad. De pronto lo vi. El joven salía del callejón con su saco al hombro, nadie lo seguía. Que extraño me pareció, “es que han cambiado de plan” pensé. Stella se había quedado dormida viendo tv, así que me dije un ratito no más.
Salí con la precaución de un gato silencioso. A lo lejos lo vi doblar la esquina, seguramente se quedó contemplando los televisores. Corrí. No me escondí, lo seguí detrás con desparpajo. Mientras lo seguía noté que siempre estuvo mal vestido, desdeñado se podría decir, pero ahora vestía formal, con unos zapatos lustrosos, un pantalón negro y una chaqueta no como para una fiesta parecía más bien como para una ceremonia de recogimiento, incluso la bolsa que antes parecía un saco de marinero, ahora tenía un diseño labrado que no distinguí. Avance rápido. Él cruzó en plena luz verde. Me quede atónito. Sin más, pasó delante de los autos que parecieron no notarlo. Un pito agudo me hizo detener mi intento por cruzar igual. A mi lado un perro se quedó parado ante la advertencia del auto. Caminó por donde lo vimos entrar la última vez que lo seguimos. Llegué justo cuando él estaba en medio del callejón. Sin bajar el bolso, sin esquivar los tachos de metal, sin mover ninguna maceta, atravesó la pared y desapareció. Yo caí ahí mismo. Resbale de la impresión, pero no huí. Lentamente me acerque por donde el muchacho de la bolsa entró. Miré, la pared era una tapia compacta de ladrillos pequeños, moví los tachos, quise encontrar las rendijas del marco de la puerta no la halle, puse la palma de mi mano en el muro y…
De donde estoy veo a Stella en la ventana, la noto triste, no comprendo por qué. Me acerco al callejón con un bolso de juguetes para mis amigos. Los observo a todos, tan felices como cada viernes a pesar de que falto yo. Cada vez que quiero hablarles, no puedo, no me salen palabras de mi boca, y cuando ellos se quieren acercar, una fuerza misteriosa me lleva de nuevo no sin antes pararme a ver los televisores por un rato y mirar a Stella que fuma desde la ventana.
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