Se sentó delante del teclado del ordenador dispuesto a inventar un cuento excelso, imaginativo y lingüísticamente impecable que, quién sabe, tal vez ganara el certamen al que quería presentarlo.
Comenzó a teclear absorto en la historia. Nada le distraía del argumento que deshilvanaba entre líneas, salvo que a ratos daba pequeños sorbitos de un café humeante. El cenicero parecía cementerio de colillas, pues nuestro escritor fumaba un cigarro tras otro con avidez.
Ya cerca del final de la historia, vio con terror cómo las palabras desaparecían como por ensalmo. Una tras otras se iban borrando desde el principio y , cuando quiso darle a guardar para salvar los restos del cuento, ya no hubo remedio.
La historia se había volatilizado y solo restaba ante sí una página en blanco, que parecía burlarse de él.
No quiso darse por vencido y nuevamente fue tecleando lo que recordaba de la historia volátil. Pero fue inútil. Otra vez, cerca del final, las palabras se precipitaban a la fuga.
A la quinta intentona, cerró el ordenador sospechando de un virus malicioso. Fue hacia la cocina en busca de otro café y en el pasillo le sorprendió no ver su reflejo en el espejo. Se alarmó y llamó por teléfono a su mujer, que aún no había vuelto del viaje de trabajo. Su voz no sonaba. Aterrorizado , gritó sin éxito. Parecía rozar la inexistencia.
Bajó a la calle a comprar la prensa con ánimo de distraerse de la pesadilla que estaba viviendo, mientras regresaba su mujer .
Tras leer la primera página, saltó a la sección de esquelas, como era su costumbre.
Allí vio anunciada su muerte. Era un día de primavera cuajado de promesas.
Cuando su esposa llegó a casa al día siguiente, lo encontró desplomado en el estudio, sobre la mesa del ordenador.
Una página en blanco cubría la pantalla.
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