Anapolar celebró su cumpleaños el pasado mes de agosto. Pero como estaba de vacaciones sin conexión a internet, no pude subir ningún texto ese día. Así que aquí va, con considerable -vegonzoso, diría yo- retraso. Para compensar, este caso es el más larguito de todos los que he hecho. Y, quizá, el más misterioso...
Una de las cosas que más me joden en esta puta vida es que me interrumpan cuando estoy escuchando la Novena. Y Romerales tuvo a bien fastidiarme el día entrando en el despacho justo después de comer, cuando la orquesta estaba lidiando los embistes del Presto. Si las miradas pudieran matar, la mía hubiera provocado una hecatombe.
-¡Joder, jefe! ¡No sabía yo de esa pasión por la música!
-No es música, es la Novena, anormal, ¡es Beethoven! –chillé indignado.
Romerales casi dio un salto para esquivarme. Con voz temblorosa continuó:
-Es que... es que... hemos recibido un aviso, jefe... Otra vez han atacado las iglesias de Clalaxta...
-¡Qué les den por el culo a todas las iglesias de este país! ¿Es que somos restauradores o qué? ¿Qué ha pasado esta vez? ¿Algún anormal se ha cagado en la pila bautismal?
Estaba fuera de mí y mi ayudante, tan sutil él, me lo tuvo que notar. Más que nada porque estaba a punto de cagarse en los pantalones.
-Eh... bueno... han... ha... cortado las alas a los ángeles y...
-¡¡Y qué!!
El pobre de Romerales tragó varios litros de saliva. De golpe.
-Hay... hay sangre... y... y cucarachas...
Soplé por la nariz.
-Por tus muertos, Romerales, respira hondo y relájate. ¿Qué coño me estás explicando?
-Pues... pues, eso jefe. Han aparecido ángeles en varias iglesias mutilados, sin las alas. Están bañados en sangre y las iglesias han sido llenadas de cucarachas. Ya ve usted, todo muy raro...
Esta vez fui yo quien respiró hondo. Está bien, el caso era raro. Otra vez teníamos a un puto lunático por las calles de Clalaxta. Beethoven, tendrás que esperar.
Fuimos a visitar la iglesia más cercana donde había actuado el loco. O locos. O santos, que uno ya no sabe. Nada más entrar vimos las asquerosas cucarachas. Crujían nuestros pasos mientras varias parroquianas, soltando chillidos, iban barriendo como podían.
-Nos hemos informado y son cucarachas normales y corrientes, jefe.
-¿Y de dónde han sacado tantas? ¿De alguna asociación de banqueros?
Con la risita sofocada del Romerales, nos acercamos a los ángeles. Las figuras habían sido mutiladas por las alas, que habían sido cortadas de una forma especial. A primera vista, daban la sensación de haber sido cortadas a golpe de escoplo. Pero presentaban quemaduras.
-¿Un rayo láser, jefe? Han tenido que usar algo así para hacer esto, ¿no cree?
Asentí gruñendo.
-¿Y quién se tomaría tantas molestias? ¿Un rayo láser? No jodamos, ¿Darth Vader es ahora un sacrílego?
-¡Ja, ja, ja, ja! ¡Vaya ocurrencias las suyas, jefe!
-¿Y qué hay con la sangre? ¿Qué han dicho los de la Científica?
-Pues por ahora que es humana, pero bueno, todavía nada más.
-Manda investigar si han robado sangre de algún hospital.
-¡Ipso facto, jefe!
¿Ipso facto? A saber dónde había leído eso.
-Romerales...
Éste se giró, ya se iba a seguir mis órdenes.
-Dígame, jefe.
-Deja el latín para tus coitus interruptus.
El chico se me puso colorado. Bueno, quizá me estaba pasando con él, ¡pero mira que interrumpirme la Novena!
Tras visitar varias iglesias, todas con el mismo panorama, recibimos una llamada de la Científica. Rubiales, inspector jefe, nos citaba a su despacho. Había descubierto algo que merecía la pena que supiéramos. Yo deseé que fuera la identidad del individuo, porque me daban asco las cucarachas, tanta sangre derramada, los angelitos y las iglesias. Y no necesariamente por este orden.
-Buenas tardes, caballeros. Tengo los análisis de la sangre –reconozco que eso me gustaba de Rubiales, no le daba tiempo a mear cuando ya estaba sacudiéndosela-, toda la sangre pertenece al mismo individuo.
-Bueno, eso reduce la lista de sospechosos, ¿no? –comentó mi ayudante.
Rubiales terció el gesto.
-Pero hay dos problemas. Uno, hemos hecho un cálculo aproximado de toda la sangre derramada. Supone unos cincuenta litros.
-¿Cincuenta? ¿De un mismo individuo? Pero... –iba a decir “imposible” pero no hizo falta, el gesto de Rubiales lo dijo por mí.
-Exacto. Es demasiada. La única explicación posible es que se haya pasado años sacándose sangre y guardándola. De todas formas incluso esa posibilidad es difícil de creer. Piensen que a un hombre sano se le puede llegar a extraer 400 centilitros cada tres o cuatro meses. Eso arroja una cantidad de un litro doscientos centilitros al año. Hasta llegar a los cincuenta litros necesitaría más de cuarenta años.
Mierda. Mierda, mierda, mierda, con lo poco que me gustan las complicaciones.
-Pero ha dicho dos problemas. Asústeme, ¿cuál es el segundo?
-Que esa sangre no es exactamente humana.
Romerales abrió la boca. Y, sin cerrarla, habló:
-¿Quiere decir que es extraterrestre?
-Disculpen, quizá no me expresé bien... Verán, toda sangre presenta unos niveles de plaquetas, de glóbulos blancos y rojos. Hay unos niveles medios, aproximados, pero es que esta sangre... –se calló por unos instantes. Romerales volvió a tragar saliva a borbotones- ... tiene unos niveles medios exactos, es... como demasiado perfecta, ¿entienden?
-¿Se refiere a que parece artificial, Rubiales? –le pregunté.
-Sí, se refiere a que lo parece, pero no lo es. Es la sangre de un ser... humano.
-Parece que ha dudado que sea humano.
Rubiales, dejando los papeles sobre la mesa, se quitó las gafas y se acarició con los dedos el puente de la nariz.
-Es que dudo que pueda haber un ser humano perfecto. Pero... ahí está su sangre.
Y los tres nos quedamos mirando en silencio los condenados papeles con datos y gráficos que sólo Rubiales puede entender.
El comisario nos había convocado a su despacho. De camino mi ayudante recibió una llamada.
-Jefe, no ha habido ningún robo de sangre en ningún hospital cercano ni el banco de sangre de la provincia. Tendremos que descartar esa idea.
-Yupi –solté yo.
-Ya... Por cierto, jefe, ¿le ha dicho el comisario para qué quiere vernos? ¿Quiere que le informemos o decirnos algo?
-Ha mencionado que tiene algo sobre el caso.
-Ah... ¿y qué podrá ser?
-Igual es para decirnos que las cucarachas no son normales, sino que todas tienen Máster en Empresariales en alguna universidad privada.
-¡Ja,ja,ja,ja! ¡Hay que ver, jefe! Incluso en momentos así saca usted su buen humor.
-Pues no crea, Romerales, no estoy para muchas risas.
El chico se me puso taciturno. Yo también. Es mi estado normal, ya sé. Pero aquel día yo estaba más normal de lo habitual. Quizá es que empezaba a estar acojonao. Quizá.
El comisario cerró la puerta tras nosotros y nos ofreció rápidamente asiento. Hoy todo el mundo va con prisas. Así se piensa menos, pensé yo. Y me reproché automáticamente ese pensamiento. Lo dicho, mejor no pensar.
-He hablado hace un momento con Rubiales, me ha contado lo de la sangre. Yo les he llamado para contarles otra cosa. Esto me ha llegado hace poco, fue encontrado en una de las iglesias.
Y nos pasó la típica bolsa de plástico para contener pruebas, sólo que en su interior había un papelajo de color amarillento, con aspecto de ser antiguo. O viejo.
-¿Qué coño dice aquí? –dije tras echar un vistazo.
-Los de la Científica dicen que es arameo, ya saben, una lengua muerta que se hablaba por Judea en la época de Jesús, o algo así. Total, que han de llevarla a la Facultad de Filología. Allí hay expertos en estas cosas. No pierdan tiempo, este tipo de... acontecimientos son un regalo para la prensa y...
-...y una mierda para nosotros- añadí yo.
-Veo que lo entiende, Martínez. En cuanto sepan qué dicen, hágamenlo saber. Les estaré esperando. Buenas tardes, caballeros.
Nos había despedido diciéndonos caballeros y todo. Vaya, el acojone se estaba escampando. Y yo casi estaba a punto de echar de menos a los putos camellos de mi Gran Ciudad. Quién me lo iba a decir, que llegara a pensar que allí todo era más fácil. Más jodido, pero más fácil.
En la facultad el decano nos puso en contacto con una experta: Ángela Torrijo. Por lo visto era la mejor, joven pero todo un coco en lenguas muertas y en alguna que otra viva. Nos dirigimos al despacho de la profesora mientras Romerales ponía su gesto de hombre interesante. El pobre no está acostumbrado a ver tanta chica joven.
-Romerales, ¿tú no tenías novia?
-¡Vaya pregunta con la que me sale jefe! -el chico se me puso colorao- Hombre, algo hay, eh?
-Pues deja de mirar al culo de toda la que se te cruza, que lo llenas todo de baba.
Se puso como un tomate y sonrió tímidamente. Yo también sonreí. Pero sin timidez, que uno no ya tiene edad para esas cosas. Llegamos al despacho y tras llamar con los nudillos pasamos dentro. Apenas un cubículo de poco más de unos seis metros cuadrados. Al fondo, bajo la ventana, una mesa. Y tras la mesa, nuestra experta.
-¿Se ha dado cuenta, jefe? –me susurró al oído Romerales- Se llama Ángela. Y estamos investigando ángeles... ¿Curioso, no?-concluyó con una sonrisita.
-Ustedes dirán –dijo la profesora levantando la cabeza de los papeles que estaba leyendo. Ángela Torrijo era una mujer delgada, de unos treinta años, morena. Guapa la chica. Miré de reojo a Romerales. Todavía no empezaba a babear. Mejor, que no es cuestión de dar mala imagen del cuerpo.
-Necesitaríamos que alguien nos tradujera esto –y le mostré el papel-. Es una prueba de un caso en el que estamos trabajando.
Torrijo se colocó las gafas. Disimuló un pequeño gesto de sorpresa.
-¿Puedo abrir la bolsa y tocarlo?
Dudé un instante pero le di permiso. Me figuraba que la Científica ya habría buscado huellas.
-¿De dónde han sacado esto? –preguntó con su voz grave.
-Apareció en una de las iglesias de Clalaxta. Parece ser que lo dejó el autor o autores de... de, bueno, lo que han hecho allí.
-¿Y qué han hecho?
-Han cortado las alas a todos los angelitos que han encontrado, los han bañado en sangre humana y lo han llenado todo de cucarachas.
-¡Vaya...! Eso suena muy apocalíptico.
-Suena a “Hola, soy un loco mesiánico y vengo a tocaros las pelotas”.
Ángela rió. Sonó bien. Romerales también sonreía. Y como un bendito.
-¿Y bien? –pregunté- ¿Qué dice ahí?
Sin apartar la vista del papel, dijo:
-Tendría que hacer comprobaciones, pero... bueno, parece una página extraída de los evangelios apócrifos de Qmram.
-Traduzca.
-Qmram se halla cerca del Mar Muerto. Hace años, en una cuevas, se encontraron unos manuscritos que, según algunos, son evangelios escritos en la época de Jesús. Hay teorías que dicen que Jesús perteneció a una secta mística de la época. Y que esos evangelios explican el verdadero pensamiento de la secta y, por lo tanto, de Jesús.
-¿Y esa hoja es de esos evangelios?
-Por el tipo de lenguaje, sí. Pero no es más que una imitación.
-¿Está segura?
-Sí. Esto es papel. Y en aquella época usaban piel o vejigas de animales. Es una buena imitación, eso sí.
-¿Y qué dice?
-Bueno, deberían darme algo más de tiempo para traducirlo bien... Leyéndolo por encima... yo diría que es un texto apocalíptico.
-Vuelva a traducir, que hace demasiados años que hice la comunión.
Ángela volvió a sonreír.
-Verá, es una parte de un texto donde se describe el fin del mundo.
Pues qué bien. El loco o los locos que están en esto son de los peores.
-¿Cuánto tardaría en traducirlo?
-¿Para cuándo lo necesitan?
-Para hace tres horas –solté.
-Entiendo. Eh... ¿puedo llamarles dentro de... un par, tres horas?
Le di mi tarjeta señalándole el número del móvil.
-En cuanto tenga algo, llámeme. Sin perder tiempo.
-¿Tan urgente es el caso?
-Puede serlo. Lo que ha pasado no es tan grave, pero no sabemos lo que puede pasar.
La profesora asintió y se puso manos a la obra. La dejamos traduciendo el papelajo ese. Romerales todavía sonreía.
-¿Guapa la experta, eh?
-Presiento que hoy va a ser un día largo. Vamos a tomar algo.
-Sí, que me apetece una cerveza.
-Para ti bromuro, que estamos de servicio.
Y se rió, el jodío.
Fuimos a una cafetería cercana a la comisaría a tomar un tentempié. Lo dicho, la jornada se avecinaba larga. Romerales comía, bebía y parloteaba al mismo tiempo. Y las tres cosas mal. Cosas de la juventud, que les da por precipitarse. Yo andaba ensimismado en mi café, mirando a través de la ventana cómo nos anochecía. Durante un instante, el cielo se tiñó de rojo. Recordé al instante lo que me comentó mi madre, de cuando comenzó la Guerra Civil española: ese día se tiñó de rojo intenso el cielo. No le dije nada a Romerales, que es de esos que se impresionan fácilmente. Así que me limité a dar otro sorbo al café mientras disimulaba un escalofrío.
Ya en la oficina, recibimos la llamada de Ángela. Parecía un tanto nerviosa al teléfono, pero había logrado descifrar el papiro. Quedamos en ir a buscarla a su despacho. De camino a la Universidad, nos llamaron de la central, que debíamos ir en cuanto pudiéramos a la Iglesia Mayor. Contesté que iríamos enseguida. No teníamos muchas opciones: recogeríamos a la profesora y de camino a la Iglesia debería explicarnos qué coño decía el papelajo ese. Aún recibimos una tercera llamada de la comisaría: el capo, que a ver cómo iban las cosas. Solté el rollo y resoplé con un bufido. De pronto, a todo el mundo le daba por llamarnos.
-Sólo faltan que nos pidan una pizza, ¿eh, jefe?- dijo el gracioso de Romerales.
-Que alguien se atreva y le meto doble mozzarella por el mismísimo culo- escupí yo.
Romerales se calló, como bien sabe que tiene que hacer cuando tengo el humor atravesado. Saqué de la guantera las aspirinas y me tomé dos de un golpe. Romerales me miró de reojo, siempre me dice que las debo tomar con agua y no a palo seco, por aquello de cuidar mi estómago. Pero ya dije antes, también sabe cuándo callarse. Porque en aquellos momentos lo que menos me preocupaba era la integridad de mi castigado estómago.
En cambio, la integridad de mis pelotas sí que me preocupaba. Y es que soy un tipo genital, ya ven.
Resulta que la profesora vivía cerca de la Iglesia, así que no tuvo inconveniente en acompañarnos. De camino, comenzó su explicación:
-Ya les dije que el papiro es falso, pero el texto parece auténtico. Es arameo. Es como si alguien hubiera copiado un texto original en este trozo de papel... ¿Dónde apareció?
-Precisamente vamos para allá, en la Iglesia Mayor –contesté-. ¿Tiene alguna importancia eso?
-Bueno... –meditó unos instantes- En el texto habla de una aparición.
-¿Una aparición? ¿Se refiere a un fantasma, o algo así?
-No –y semblante de Ángela se tornó grave-. El texto se refiere a la oscuridad, al ángel caído, a Legión...
Permanecimos callados unos instantes, a la expectativa.
-El demonio –y soltó un suspiro- Por lo visto el demonio hará acto de aparición. Lo hará justo tras las señales que indican el Apocalipsis. Y las señales ya han llegado: los ángeles perderán sus alas, la sangre se derramará, y las criaturas inferiores cubrirán la tierra, para desgracia de los hombres, y cito más o menos textualmente.
Romerales se puso lívido. Ángela carraspeó. Y yo tuve que contener una carcajada. Huí de la gran ciudad buscando tranquilidad para encontrarme con el fin del mundo. No es que fuera una ironía: era una putada. Para mear y no echar gota, joder.
Cuando llegamos a la Iglesia, todo estaba revolucionado. Los coches patrulla rodeaban la zona e impedían a los curiosos entrar. Mierda, y eso que di instrucciones de ser discretos. Me acerqué furibundo al oficial de guardia, dispuesto a morder a alguien en la yugular. De lejos me reconoció, levantó la cinta y me hizo pasar rápidamente:
-¡Ah, inspector! Le estábamos esperando. Pase, pase deprisa, ha ocurrido algo...
Con la cabeza asentí para que dejara pasar también a la profesora. Podría echarnos una mano, quién sabe.
-¿Qué ha pasado?
Se me acercó y me habló casi en susurros.
-El teniente Lorenzo está dentro. Ha aparecido un... bueno, un tipo. Parece ser que es el responsable de todo esto. Todo ha sucedido muy rápido, hace apenas unos instantes. El tipo entró en la Iglesia armado con una bomba.
Joder con los demonios.
-¿Y ha dicho qué coño quiere el loco ese?
El policía se encogió de hombros.
-Ni idea, inspector. Ya le digo, ha sido hace un instante. Apenas nos ha dado tiempo a acordonar la zona.
-Está bien, vamos a entrar –y le hice un gesto a Romerales y a Ángela para que me siguieran. La profesora parecía algo tensa, pero no especialmente asustada.
-¿Qué ha ocurrido, inspector? –me preguntó mientras subíamos las escaleras.
-Parece ser que el demonio ha hecho acto de aparición. Y se ha traído del infierno una bomba.
Esta vez sí que se asustó. Pero le echó cojones al asunto. U ovarios, que no digan que soy machista.
La Iglesia estaba muy oscura, apenas la luz que se colaba por el rosetón que había tras el altar. Distinguí varias figuras, entre ellas la de un tipo que debía ser el loco sentado en el altar. A varios metros, entre los primeros bancos, estaban varios oficiales. El teniente Lorenzo se giró cuando nos oyó venir.
-Tiene una bomba pegada al cuerpo.
-¿La bomba parece real? –pregunté.
-Sí, lo parece. Dinamita, y en grandes cantidades. No sólo reventaría él, sino toda esta iglesia.
-Joder...
-Habrá que escucharle, pero todavía no ha respondido a ninguna de nuestras preguntas.
Una voz cavernosa nos interrumpió.
-¿Quiénes son ustedes?
Me giré para verle mejor. Entre la penumbra vislumbré al tipo. A pesar de estar sentado, una cosa se podía deducir: era enorme.
-Soy el inspector jefe Dante Martínez, encargado de este caso. ¿Y usted?
-Lucifer. ¿Quién es la hembra?- dijo señalando a Ángela.
Dudé durante unos instantes sobre la respuesta adecuada y Ángela se me adelantó:
-Soy filóloga, profesora de la Universidad Estatal, especializada en lenguas semíticas- dijo con cierto orgullo para tapar su temor. El gigante pareció asentir. Debía estar usando un aparato de esos para distorsionar la voz, porque sonaba terriblemente grave, como hueca. A continuación dijo unas palabras en una lengua extraña. Miré a Ángela buscando una respuesta y la vi un tanto pálida.
-Es... es arameo... como en el papiro –explicó Ángela conteniendo la respiración.
De pronto, oímos una especie de chasquido metálico, seguido de varios más. Miré a mi alrededor buscando de dónde salía. Pensé que algún imbécil había estado jugando con su arma, o algo así. Pero no. El chasquido provenía del gigantón: se estaba riendo.
-Deduzco entonces que ya han traducido el mensaje que les dejé. Y ya saben que iba a venir.
-Aunque todavía no sabemos qué es lo que quiere...-comencé a decir.
El tipo me interrumpió con lo que debía ser una carcajada, aunque sonara horrible.
-¡Quiero lo que me pertenece! ¡Lo quiero todo! –gritó enfurecido.
Traté de calmarle, de hacerle hablar para que se relajara y, sobre todo, para que soltara el detonador que sostenía su mano izquierda.
-Ustedes no entienden nada... –continuó el tipo- Yo era su favorito... ¡Y yo le adoraba tanto! Le ayudé en toda, en toda la creación. No me importó darlo todo por él, no pude sino ofrecerle lo mejor de mí. Mía es la Luz, ¡y mía es vuestra sangre! –dijo incorporándose con violencia.
Lo dicho, el tipo era enorme, parecía superar de largo los dos metros. Sin soltar el detonador, comenzó a caminar por el altar.
-Pero el día que decidió crear el Infierno... ese día... ¡maldito sea! Yo le pregunté que por qué tenía que hacer algo así, al fin y al cabo estaba destinado a vosotros, y sois sangre mi sangre... Él me dijo que al igual que hay día y noche, al igual que hay frío y calor, al igual que hay verano e invierno, debía haber Bien y Mal, que sus humanos debían elegir el buen camino, y que la correcta elección debía tener su premio. Así, la mala su castigo.
Durante unos segundos se quedó pensativo dándonos la espalda. Varios aprovechamos para sacar las pistolas lentamente. El tipo se giró empuñando el detonador. Nos lo volvió a enseñar sin dignarse a mirarnos, con desgana.
-Recuerdo también el día que le pregunté quién sería el guardián del Infierno, quién cuidaría de él. Y no me esperaba esa respuesta. ¡Ni tan siquiera me miró a los ojos! Tan sólo dijo: “serás tú”. ¿¿Yo?? ¿¿La mano derecha del Señor en su creación?? ¿¿Yo?? ¿¿Ese era mi premio?? ¿¿Así recompensaba mis esfuerzos, mi dedicación, mi veneración??
La Iglesia atronaba con la voz del grandullón. Todos nos mirábamos de reojo espantados. El tipo no paraba de hablar y parecía enfadarse cada vez más. Y con ese puto detonador en la mano...
-No podía ser de otro modo... me rebelé –y aquí pareció dejar escapar una lágrima. Yo alucinaba como no lo había hecho en mi vida-. Y ese fue mi error... Yo, que a todo le obedecía; yo, que adoraba todo acto surgido de su Ser; yo, que no concebía la vida sin mi Señor al lado; yo, acabé gritándole tachándole de injusto... Y cavé mi propia tumba. Al rechazarle, le negué. Y al negarle, caí... Perdí mis alas y... y fui directo a mi perdición: el Infierno. Fue tan horrible...
El tipo no parecía prestarnos atención. Disimulando, señalé al teniente la mano izquierda del gigante. De entre los hombres que estaban allí había varios que eran muy buenos tiradores. Todos captaron la idea con un par de señales: si le volábamos la mano izquierda, teníamos unos segundos para abalanzarnos sobre él.
-¡Por supuesto que quise vengarme de Él! –aulló el gigantón- Pero pronto entendí que no tenía nada que hacer... Hiciera lo que hiciera, era como si cumpliera un plan, su plan. Tuve una oportunidad de oro con su hijo: quería ser rey de Judea y a punto estuvo de caer en mis garras... Pero estaba con esos fanáticos, que le veneraban como Dios y como Rey... ¡Bah! –e hizo un gesto con su mano derecha, como quien espanta molesto una mosca- Ahora eso poco importa: ¡es mi turno! Me harté. Quiero enfrentarme a él directamente. Y por eso voy provocar el Apocalipsis. ¡Al fin y al cabo sois míos! Si quiere conservar su creación, ¡que luche por mi sangre!
Sonó un cañonazo en la Iglesia. La mano izquierda del gigante rebotó hacia atrás, empujada por la bala. El tipo se la miró alucinado, como si no entendiera muy bien qué pasaba. El teniente Lorenzo fue el primero en saltar, seguido de varios de nosotros. Derribamos al grandullón y logramos ponerle boca abajo. Alguien le esposó y tres de nosotros mantuvimos los cañones de nuestras pistolas en su nuca, mientras resoplábamos como bueyes viejos. Un oficial, cuidadosamente, miró el cinturón de los explosivos. De un gesto brusco, se lo quitó. Romerales y yo le miramos espantados: “¿Qué cojones está haciendo este imbécil?”, gritó mi mirada. El policía se puso de pie con el cinturón en la mano y dijo con cabreo: “Está vacío. No es dinamita. Es plastilina”.
Miramos al grandullón con ojos inyectados en sangre. Encima, el muy capullo, comenzó a reír.
-¡Como si yo necesitara de vuestros trucos para haceros saltar por los aires! ¡Ja, ja, ja, ja!
Alguien comenzó a recitarle sus derechos.
-Decidme, ¿por qué motivo os he de respetar la vida? Dadme una razón para que no reviente este universo –seguía el cabroncete.
De pronto, oí la voz de Ángela a mis espaldas.
-Porque tú eres Luz, porque somos sangre de tu sangre, y porque el universo te necesita para mantener el equilibrio. Si destruyes todo, dejará de tener sentido tu existencia. Si acabas con nosotros, acabas contigo. Y si desaparecemos, Él –y dijo esto señalando al techo- habrá vencido: mañana mismo creará otro universo de nuevo donde nada de lo que tú eres y de lo que has hecho permanecerá. Habrás, habremos, desaparecido para siempre.
La voz serena de Ángela pareció surtir efecto. El gigantón se relajó, dejando caer su cara sobre el frío suelo. Musitó un “tienes razón, maldita sea, tienes razón” y cerró los ojos. A pesar de su peso, que debía superar los 120 kilos, lo pudimos levantar con cierta facilidad. Ya de pie, esposado y agarrado por cuatro compañeros, el tipo espantaba. Sus ojos seguían cerrados, aunque creí ver que se escapaba una lágrima. Mandé que alguien nos enfocara con linternas, ya estaba harto de penumbra. La luz nos hizo parpadear. El tipo abrió los ojos y miró a Ángela:
-La hembra tiene razón, ella os ha salvado. Debo volver a mi lugar, a mi destino –y dibujó algo parecido a una sonrisa.
Soltó uno de esos chasquidos y, elevando la voz, dijo:
-¡Hágase la luz!
Un potente fogonazo, como un enorme flash nos dejó a todos aturdidos. Se oyeron gritos, ruidos de pasos, de pistolas que se amartillean. Llorosos por el efecto del fogonazo, nos contemplamos con estupor.
El gigante había desaparecido.
De nada sirvió dedicar toda la noche a buscarlo. No volvimos a verlo. Agotado, y cabreado como una mona, tuve que aguantar los reproches del comisario. No me creyó ni la mitad, furioso como estaba. Pero tras hablar con el teniente Lorenzo y con el resto de compañeros, pareció calmar su mala hostia. Lo único que pudimos sacar en claro fueron los restos de la sangre del gigantón que había en el altar. La Policía Científica lo corroboró: era la misma sangre que la encontrada en las iglesias. Pero nada más.
Un par de días después volvimos a visitar a la profesora en su cubículo. Pura cortesía por habernos ayudado al caso. Ángela, nada más vernos, se incorporó, abriendo los ojos.
-¿Ha... ha aparecido?
Negué con la cabeza. Le conté lo de la sangre, insistiéndole en que no dijera nada, y le agradecí su ayuda, así como me disculpé por las molestias. Ángela sonrió.
-¡Oh, no se preocupen, de verdad! Ha sido una aventura emocionante, y no tengo muchas oportunidades de vivir cosas así con este trabajo-e hizo un gesto con su brazo, señalando el despacho. Sonreía cómplice.
-¿Creen de verdad que era... bueno... era... lo que él decía ser?
-Yo esperaba que fuera usted quien me contestara a eso, profesora.
-¿Yo? –sonrió incrédula- Lo mío son los libros, no los demonios, inspector.
-Pues mi infierno está hecho de asfalto y de miserias humanas, profesora.
Ángela se quedó pensativa. Después, volvió a sonreír y dijo encogiendo los hombros:
-Quizá sea ese el único infierno que nos debe preocupar, ¿no creen?
Asentí con un gesto de la cabeza. Y ya me disponía a despedirnos cuando vi que Romerales hacía el gesto de quedarse. El muchacho tragaba saliva y miraba embobado a la profesora. ¡Ay, Dios! Estaba a punto de cometer una tontería de las suyas... ¡Jodidas hormonas! Le di un codazo mientras, dirigiéndome a Ángela, señalé un pequeño marco que había en la esquina de su mesa.
-¿Qué tal sus hijos, profesora?
Ángela volvió a sonreír mientras miraba la fotografía con ternura.
-¡Bien, gracias! Están con la edad de dar guerra, pero me las voy apañando.
A Romerales se le subieron los colores como a un semáforo.
-¿Iba a decirme usted algo? –le preguntó Ángela.
Balbució algo así a un gracias por su colaboración y se giró para salir del despacho un tanto aturdido. De reojo vi cómo Ángela jugaba con su dedo anular, masajeándose el lugar donde debe llevar el anillo. Nuestras miradas se cruzaron y me guiñó un ojo mientras sus labios dibujaron un silencioso “gracias” , tras lo cual sonrió divertida y con cierta ternura a las espaldas de Romerales.
Ya en el aparcamiento, el inefable suspiró:
-Gracias, jefe. ¡A punto he estado de meter la pata! Y yo que pensaba pedirle una cita... ¡qué vergüenza!
-Hay que fijarse más en los detalles y menos en las caras bonitas, chaval –le dije soltándole una palmada en el hombro.
-Pues venga, como premio le voy a poner algo de música en el coche, ¡ya verá cómo le gusta!
-¡A saber qué cojones entiendes tú por música!
Con su sonrisita estúpida de picarón, metió un cassette en el equipo de su coche. Subió el volumen y... los compases de la Oda a la Alegría brotaron maravillosos.
-Es que me grabé la Novena esa, jefe, y le digo una cosa: no está mal, ¿eh? –tras lo cual me guiñó un ojo.
Lo que yo digo, a veces el chico este me aprende. Canturreando al compás de la música, emprendimos el camino de retorno a casa. La jornada había acabado y, por un instante, me sentí bien, satisfecho con el género humano.
Pero eso es cosa de la condenadamente maravillosa Novena del genial Beethoven. Mañana por la mañana volvería a mi mala leche habitual, que no quiero defraudar a nadie.
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