Mientras la esperaba en el mismo banco de nuestra primera cita, me puse a mirar la plaza. Los árboles habían crecido, ya no existían canteros con flores como antes; tampoco niños corriendo a las palomas. Todo cambia, pensé con nostalgia.
Veinte años sin verla; tanto tiempo y tantos recuerdos.

Reconocí aquel rostro amado a pesar de que las arrugas y la expresión de tristeza habían cambiado bastante sus facciones.

La invité a tomar un cafecito en el bar de la esquina; empezaba a hacer frío.
Se veía linda, delgada, risueña, y con esos ojos castaños que calaban hondo.
La charla fluyó amena, de nuevo surgieron los intereses compartidos y el deseo de cambiar el mundo que nos había unido durante la juventud. La magia del momento nos envolvía; no le hice preguntas. La besé suavemente en la mejilla. Algunas personas miraron intrigadas y luego siguieron con lo suyo.
-¿Te acordás de la promesa que me hiciste aquel día? -preguntó
-Sí -respondí.

Mi mente voló. Recordé las ilusiones, las esperanzas, los proyectos. También su carita soñadora, su mirada intensa indagando a la mía. Luego mi promesa y la piel ansiosa de ternura.

-¿Me vas a querer siempre? -me había preguntado con esa candidez suya que tanto me gustaba.
-¿Y nunca vas a amar a otra?
-Por supuesto, te lo prometo.

Había cumplido. Ella lo sabía y yo sabía que venía a liberarme de esa promesa.

-Me tengo que ir, Luis; ya no tengo más tiempo.
-¿Volveremos a vernos?
-Claro.

La tarde era apacible; el aire diáfano y tonificante anunciaba la proximidad del invierno. El sol se ocultaba despacito detrás de una nube que se teñía de rojo.
Era el momento de la despedida. La acompañé en silencio. Al llegar nos abrazamos y mientras me alejaba, noté el agradable aroma de las lavandas y los jazmines que bordeaban la entrada del cementerio.