De regreso a casa, pensaba en mi manera de ser. Puedo ser tierna, compartida, asegurar que los pequeños detalles estén presentes, que son la vida. Es cierto, tengo mis tristezas, mis enojos, dolores que toda mujer tiene. Valoro una caricia en la mejilla, un roce de labios en la frente o un beso en la piel de mis senos. Atesoro caminar bajo un atardecer o refugiarme en los brazos de Antonio, al escuchar el retumbo de los truenos. En estos días ha pasado todo. Tengo que decir que el amor es mucho de lo que escribo, pero falta algo más, algo que no tiene nombre, que es inefable y que Antonio nunca tendrá.
El amor que tengo por mi difunto esposo es íntimo, intenso, nació de un cielo, cuando una estrella se desprendió y llegó a mis manos. Aquél baile de carnaval que danzamos, charlamos, reímos. Al despedirnos me quitó la careta, hice lo mismo, atraídos sin que nada nos importara, nos besamos, ese beso lo percibo como si fuese ahora, lo llevo siempre; nada lo borra. Toño es un buen hombre, mi esposo es una luz.
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