Toda noche tiene horas donde solo me queda hablar con la hoja en blanco.
El vacío, basto, enorme. Posibilidades infinitas. Cada palabra cuenta.

No tengo más que entregarme a la insaciable necesidad de escribir. No me queda nada más que hacer hablar al teclado. Plasmar cada pensamiento, traducir las ideas a un idioma entendible para los humanos, uno que tú puedas entender.

Escribir no tiene sentido si no me lees, nada lo tiene.

Una lágrima cae por su mejilla, es una niña adulta que llora a solas en su habitación.
Tal vez se pregunta lo mismo que yo. No es por un poema, no es por uno de mis textos. Misteriosa. Llora por la misma razón que yo escribo.

Me sentaré en una banqueta del parque, jugaré ajedrez durante horas con extraños y mientras todos crean que estoy esperando mi turno, estaré esperando que pases por esa calle.

Dos cervezas, una canción y ese par de ojos. ¿Momento mágico? No, solo es la inmundicia del ser humano, un conjunto de hormonas alborotadas. Un deseo. ¡A la mierda! Solo deseo estar frente a ti para no saber qué decir, balbucear algo tonto y verte sonreír.

Cursilería tras cursilería, habladurías. El hombre se mide por sus acciones, no por sus pasiones.
Raciones hay pocas, toma la tuya, no la sueltes nunca.
Abraza tu locura, ella será tu cura. La más pura droga, la más dura soga que atarás a tu cuello.
¿Acaso no es bello todo este desorden del estar vivo?

Aquí no hay tema, no hay problema, tampoco solución.
Escribir es la exaltación del yo, la supremacía de tu mente sobre tu cuerpo.

¿A qué iba con todo esto?

Una hoja en blanco siempre es una puerta abierta.
Dale la bienvenida al demente que llevas dentro.