Para pegarme el tiro, sólo les faltaba la escusa. Y la andaban buscando. Me miré en el espejo y me dí cuenta de que si no me habían ya matado era porque les divertía aquel reflejo. Por fin se abrió claro a mi psique el sentido de la existencia; al menos de la mía. Mientras les divirtiera viviría. Es triste afirmarlo- lo sé. Entonces se me ocurrió que yo también podía participar en aquel espectáculo bufonesco- ya no de payaso. Me compré una pistola. Me fui del pueblo, aburrido de sinapismos colectivos y molestias de vario calibre. También me juré que al primero que exportara el sinapismo a mi nuevo hábitat, lo dejaría frito.
Y es que la vida te hace pensar, a fuerza de molestias
inoportunas, que los buenos tratos repentinos esconden algo.
Por eso lo maté. Luego supe que aquel encuentro fue puramente casual, pero ya estaba muerto.