El viejo despertó a medianoche y se quedó estático y en silencio para oir a la rata que corría por el piso y raspaba la madera. El brillo fugaz de sus ojos la delató, andaba por el rincón de la leña. Entonces pensó en el modo de hacerla venir hasta él.
Primero dejó mendrugos bajo la mesa, y al escuchar los rasguños de los pequeños dientes royendo el pan duro se tapaba la boca y se reía conteniéndose bajo las frazadas. Era la felicidad misma. Poco a poco fue acercando los señuelos a su cama. Se demoró varias semanas en conseguir que la rata estuviera al alcance de su brazo. A veces creía oírla tan cerca que, sigilosamente, tomaba el pan que había dejado en el velador, bajaba la mano y la dejaba en el piso un rato. Tenía la esperanza que sus dedos sintieran los bigotitos o la naricita helada. Al principio la rata corría despavorida y oírla alejándose en la oscuridad le producía un dolor enorme. Una noche sintió el suave cosquilleo en la palma de la mano, el tirón del pan y de nuevo el roce de los bigotes. Ya no me teme, pensó, y al rato se durmió. De ahí en más la rata avanzaba en sus incursiones por su mano tanteándola sin miedo. Él la mantenía lo más quieta posible para no espantarla, y aguantaba la risa tapándose la boca y la nariz con la otra. Una vez tuvo la intensión de agarrarla y meterla en la cama y dejarla que anduviera por todo su cuerpo haciéndole interminables cosquillas, pero no lo hizo. Cuando la rata ya daba señales de plena confianza decidió romper el silencio y empezó a hablarle.
—Hola mojón con patas —dijo la primera vez. La rata se paralizó unos segundos y él pensó que se iría pero no, siguió royendo el mendrugo en su mano.
—Muy bien —dijo y al rato se durmió.
Otra noche se atrevió a una conversación más larga.
— Quetal, estás aburrida del pan duro igual que yo —la rata dejó de roer y a él le pareció que iba a decir algo, un chillido.
—…
—Mañana compraré un lindo pedacito de queso —dijo—, y comeremos como reyes, ya verás —. El pan duro una vez más desapareció de su mano— Eres más estoica que Catón —reconoció el viejo.
Fue una mañana de agosto cuando por fin pudo verla a la luz del día. Era exactamente como la había imaginado, medía unos diez centímetros de la nariz a la cola, tenía el pelaje gris jaspeado y unos ojos intensamente negros. La rata se acercó a la cama oliscando el aire y buscando la mano del viejo.
—Te gustó el queso ¿eh? —dijo él desde la cama maravillado por la visita—. Deja que me levante para ver qué desayunamos.
Se irguió y sacó un pie por debajo de la frazada y la cama crujió tanto que la rata se asustó. Cuando el viejo puso ambos pies en el suelo el roedor huyó por abajo de la mesa y se metió por una de las grietas de la pared. El agujero por el que entró estaba en la esquina derecha de la choza, al lado de una vieja cómoda. La madera de esa parte en general estaba desastillada en las puntas y había otras rendijas que el viejo había tratado de tapar con pedazos de lata. Se puso las pantuflas, movió los dedos del pie que le asomaban por entre las hilachas y se paró lentamente. Unas cuantas vértebras se le acomodaron cuando estiró los brazos y trató de tocarse la punta de los pies. Logró llegar un poco por debajo de las rodillas. Se incorporó y lanzó una combinación de rectos y ganchos al vacío. El codo y la muñeca le cliquearon y las costillas y los omóplatos asomaron precisos bajo la camiseta agujereada. Atajó la caída de sus lacios calzoncillos con una amarra que les había cocido. Luego de sus ejercicios matinales se echó una manta raída sobre los hombros y empezó a registrar sus cosas buscando algo para desayunar. Mientras lo hacía tarareaba una canción. Fue al mueble donde guardaba los víveres, lo abrió, dejó de canturrear y se quedó mirando un rato los estantes vacíos. De pronto recordó algo y giró hacia la mesa. Tomó una punta del mantel a cuadros y lo levantó suavemente hasta descubrir un pan y dos huevos que había dejado en la panera.
— ¡Ajá! —exclamó y empezó de nuevo la canción, pero esta vez con la letra
El amor, y la felicidad
En cuanto llegan se van
En cuanto llegan se van
Abrió la puerta de la salamandra, sacó papel de una caja con leña que había al costado, lo arrugó y lo metió dentro, luego tomó unas astillas, las acomodó encima del repollo de papel con sumo cuidado y encendió el fuego. Fue agregando leña más gruesa hasta conseguir una llama amplia y estable. Tomó un sartén negro de fierro que colgaba de un clavo y lo puso en la abertura superior, esperó a que se calentara y vació los huevos. Fue rápido a la despensa y de un cajón pequeño sacó una cuchara y una bolsita con sal, esparció una pizca dentro del sartén y revolvió. Una vez cocidos los huevos sacó el sartén y puso en el mismo agujero una tetera igual de tiznada. Al costado, encima de un tronco, había un balde plástico de cinco litros que usaba para el agua. Lo destapó y vació un poco en la tetera. Volvió a la despensa y sacó del fondo una taza, una bolsa de té y un tarro con azúcar. Dejó todo a la mano y se sentó a esperar que hirviera el agua. La rata no aparecía.
—Hey, no me vengas ahora con la timidez. Ven a desayunar, bruta.
Pellizcó el pan y le lanzó un trocito cerca del agujero. El resto se lo empezó a comer con huevo. De hito en hito miraba la pared. La rata asomó la nariz, fue a por el pan y se lo comió. Siguió acercándose al viejo.
—Buenos días —exclamó el viejo—. Si quieres huevos tendrás que venir aquí, holgazana, no esperes que te lo sirva en bandeja.
La rata se acercó un poco y se detuvo. Vacilaba. Movía la cabeza en todas direcciones. Se alzó sobre las patas traseras, olfateó el aire, avanzó otro poco y esperó. El viejo untó con huevo un pequeño trozo de pan y se lo ofreció, sin soltarlo. La rata, decidida, fue y comió aplicadamente hasta la última miga. Luego se metió en la palma de la mano y el viejo la levantó, se la acercó a la cara y le dijo:
—No te preocupes, vamos a buscar la forma de llenar de comida ese pequeño estómago insaciable, eh, mojón con patas —le acarició el lomo y la rata se dejó hacer.
—Bien —dijo—, no te puedo ofrecer mucho, soy austero, pero si eres prudente y no alegas podemos vivir juntos en este penjaus.
El viejo sonrió y se le marcaron profundas arrugas en la cara. También se le vieron los dientes amarillos que le quedaban. Luego dejó a la rata en el piso, fue a buscar la tetera, echó agua hervida a la taza y mientras sorbía el té pensó que a partir de ahora tenía que caminar con más cuidado.
Ese día no volvió a la cama después del desayuno ni se tomó el resto de vino. Se vistió, se puso la boina, agarró el bastón y salió a la calle. Había que conseguir algo para el almuerzo, la rata y él necesitaban comer al menos dos veces al día. Y si eran tres, mejor. Pero con dos estaba bien, tampoco podía hacer milagros. Tenía que buscar un modo de conseguir más dinero. Tiempo atrás había hecho trabajos y negocios por el barrio, pero los dejó porque las caminatas y el esfuerzo físico lo dejaban exhausto. Su cuerpo se había debilitado y le dolían mucho las rodillas. Por eso había decidido ahorrar fuerzas y salir poco, sólo lo justo y necesario para conseguir vino y algo para engañar las tripas. Y la cosa funcionaba, aunque el costo era la delgadez y cierta debilidad en el estómago que, cantando o embriagándose se podía sobrellevar. Sin embargo, ahora no estaba solo.
Fue a preguntar a un par de casas de gente conocida si necesitaban arreglos de carpintería o en el jardín.
— ¡Buenos días, compadre!
— ¡Hola viejo! ¿En qué andas?
—Estoy buscando pega, necesito unas monedas, cualquier cosa…
— ¡Noooo! No tengo nada, quizá más adelante, yo te aviso.
Luego se ofreció a limpiar el patio, algo que le costó mucho porque era orgulloso.
— ¡Nooo! Eso lo hacemos nosotros, no tenemos pa pagar, somos pobres igual que tú, viejo.
Caminó toda la mañana sin conseguir trabajo. A mediodía se sentó en el banco de una plaza abandonada y descansó un poco. Le dio hambre, se comió un pedazo de pan y pensó en la rata. Luego se quedó dormido. Lo despertó el ladrido de un perro allá en la otra esquina. Vagabundeó otro tanto por el pueblo, pero se cansó de las negativas y de provocar pena. Entonces decidió hacer el trabajo que había dejado como última opción, robar madera. Era dinero seguro. La cosa consistía en ir al bosque y cortar un pino nuevo, trozarlo y venderlo por partes. Solo tenía que evitar a los guardias y aguantar el regreso con el tronco al hombro. En épocas pasadas un solo viaje le daba para estar tranquilo en su choza una semana. La venta no era problema, la gente usaba sus palos para cualquier cosa y se los compraban bien. Mañana, pensó, y se fue a afilar el hacha y a conversar con la rata. Cuando llegó el animal estaba sobre la mesa oliscando y comiéndose las migas de pan del desayuno.
—Eres hacendosa —le dijo el viejo y se rió.
La rata saltó al piso y corrió a su guarida. El viejo se sentó y la rata asomó su nariz y luego todo el cuerpo. Corrió hacia el viejo y se le subió a la mano. El viejo la puso nuevamente en la mesa.
—Tendremos que esperar hasta mañana, no seas impaciente —le dijo cuando la rata empezaba a mordisquear la madera.
Se levantó a las cinco treinta y se arropó lo más que pudo. Hacía frío. Luego se metió un pedazo de alambre en el bolsillo, agarró un chaleco viejo para usarlo como almohadilla en el hombro y salió al bosque con el hacha bajo el paletó. El trayecto le pareció más largo y pesado que como lo recordaba. Cuando llegó al bosque se internó discretamente, aguzó el oído y luego de comprobar que no había guardias empezó a machetear un pino nuevo. El primer golpe lo hizo estremecer hasta el tuétano y creyó que se iba a desmayar. No era la primera vez que lo hacía, pero estaba asustado tanto por el guardia como por su cuerpo. El sudor le corría por la frente y le costaba respirar. Los impactos del hacha los sentía como mazazos en la cabeza. No imaginó que sería tan duro, pero afortunadamente había afilado bien el hacha y el pino luego de cuatro tajos certeros ya estaba listo para caer, solo faltaba el empujón. Esperó un poco para recuperar fuerzas y descartar posibles amenazas. La caída, por el eco que causaba, era el momento más peligroso. Una vez en el suelo restaba pelar, cortar rápido y huir. Va, dijo en silencio y empujó. El pino cayó justo por el claro que había previsto, por lo que no hizo tanto estrépito. Calculó tres metros con tres largos pasos y cortó. Cuando terminó de quitar las ramas sintió las manos pegajosas por la resina, y sus brazos y piernas le temblaban. Pero ya había amanecido y tenía que alejarse de ahí. Se echó el tronco al hombro, sobre el chaleco, y salió del bosque lo más rápido que pudo. Tuvo que parar varias veces antes de llegar al pueblo. Lo vendió en el segundo intento y volvió a su choza como a las tres de la tarde con sendas bolsas con pan, queso y salame y dos cajas de vino tinto. Estaba pálido y con ojeras profundas, pero alegre como nunca.
— ¡Hey, mojón! ¡Aquí hay algo que te puede interesar!
La rata salió de inmediato y corrió hacia él. El viejo la tomó y le dio un beso en la nariz. Luego pellizcó el queso y le dio a probar. Se lo devoró.
— ¿Quetal? —La rata se inquietó cuando terminó de comerse el pequeño pedazo de queso. El viejo la dejó en la mesa y dijo— Ya ya ya, cálmate.
Sacó un plato de la despensa y puso queso y salame para la rata. Tomó un vaso para él y lo llenó con vino. Se preparó un sándwich y se lo comió lentamente.
—Aprende —le dijo—, tienes que ser más educada. Mira, así —exageraba el movimiento—, saborea cada bocado, bruta, mastica bien.
Cuando terminó el sándwich se empinó el vaso y se bebió todo el vino.
—Aaahhhhh, no puedes negar que comemos como reyes ¡Qué manjares!
Dos semanas después el viejo traía papas, salchichas y cebollas para preparar un guiso. Abrió la puerta y entró cantando. Pero notó algo extraño y dejó de cantar.
— ¡Mojón! Mira lo que traje hoy para que hagamos un cocido.
La rata no se veía por ninguna parte. Dejó el paquete en la mesa y se sentó.
—No te hagas la ocupada, sé que me estabas esperando y te relamías.
Miró un rato largo la abertura por donde salía la rata, pero no salió. Iba a tomar un vaso de agua y miró el tarro. Estaba sin tapa. Se acercó lentamente. No lo podía creer, la rata flotaba en el agua. Estuvo de pie mirándola un par de minutos, luego la tomó con suavidad y la secó con el mantel sin poder hablar, abatido por el dolor. La sepultó cerca de la choza y lloró como un niño toda la tarde. Al otro día no se levantó.
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