Anteayer me invitaron a la reposición de una película de culto de la ciencia ficción, protagonizada por Harrison Ford, que en su momento había disfrutado mucho, si quieren se las cuento:




BLADE RUNNER




La luz se apaga, la pantalla esboza
un mundo no lejano y tan factible
que eriza el corazón con su penumbra
y nos lleva a vagar lo impredecible.

La lluvia es ácida y la noche eterna,
un cazador alcohólico, implacable,
persigue en un anárquico Los Ángeles
a cinco fugitivos replicantes.

Clones humanos de pasión y sangre,
con memorias fingidas por implantes,
que cumplen su misión ya condenados
a una vida fugaz y descartable.

Raquel es una de ellos, lo conmueve,
el cazador sucumbe ante su presa,
y en medio de un paisaje nauseabundo
fluye el amor, renace la belleza.

Ya quedan dos, dos seres sin destino,
dos androides perfectos, maravillas,
el uno es Roy, diabólico, es poesía,
ella es un sueño, me recuerda a Mía.

Y llega el cazador al edificio
que el nombre de Bradbury glorifica,
se encuentra con Priscila en su acrobacia
y al matarla de dolor me mata.

Roy lo persigue, en la azotea lo atrapa,
Blade Runner sin remedio está perdido,
¿Por qué será que cuando vengo al cine
soy fiel aliado de los chicos malos?.

Roy toma una paloma entre sus manos,
su vida es una lágrima en la lluvia,
en vez de matar, muere, se hace mármol
y la paloma vuela en su lujuria.


Regresa el cazador a su guarida,
allí lo espera su Raquel querida,
y un Unicornio de papel plateado
augura una canción en el pantano.

Llega el final y quedo pétreo y mudo,
igual que Roy, mojado y al desnudo,
me ha dejado perplejo aquella escena:
veo una paloma que en el tiempo vuela.